SOFÍA CARVAJAL*
La llamada “Reforma Judicial” promovida desde el Ejecutivo federal bajo el discurso de “acercar el poder al pueblo” no es una transformación democrática, sino un atentado directo contra el equilibrio constitucional.
Lejos de perfeccionar el sistema de justicia, esta reforma es una maniobra regresiva que erosiona la independencia del Poder Judicial, socava los contrapesos del sistema republicano y amenaza con instaurar un modelo autoritario disfrazado de voluntad popular.
Uno de los puntos más alarmantes de este cambio constitucional es elegir por voto popular a jueces, magistrados y ministros. A primera vista, esta idea podría parecer atractiva bajo una lógica simplista de democratización. Sin embargo, como señala el constitucionalista Diego Valadés, “la elección de jueces mediante voto popular no fortalece la democracia, sino que debilita la calidad de la justicia al someterla a intereses partidistas y clientelares” (Reforma Judicial, El Universal, 2024).
Someter a votación a quienes deben impartir justicia abre la puerta a la politización de un poder que, por definición, debe ser imparcial. Jueces electos por simpatía popular, más que por méritos, experiencia y conocimiento técnico, estarían sujetos a presiones externas, medios de comunicación y populismo judicial. La consecuencia inmediata será una justicia manipulada, vulnerable y profundamente ineficaz.
Este cambio implica una ruptura con el principio de división de poderes que sustenta nuestro sistema democrático. En palabras de la exministra de la Suprema Corte, Olga Sánchez Cordero, “el Poder Judicial debe su legitimidad a la ley, no a las urnas; convertirlo en un órgano electivo es diluir su función contramayoritaria y neutral” (Animal Político, 2024). En lugar de fortalecer su capacidad de supervisar y equilibrar al Ejecutivo y al Legislativo, se pretende subordinarlo a los caprichos del gobierno en turno.
El argumento de que “todos los jueces están corrompidos” es tan reduccionista como peligroso. La corrupción debe combatirse con instituciones fuertes, controles internos y procedimientos disciplinarios, no con la destrucción del poder encargado de defender los derechos fundamentales de la ciudadanía. Como apunta el académico José Ramón Cossío, “la narrativa de la corrupción generalizada sólo busca justificar una captura política del Poder Judicial” (Nexos, 2024).
Esta reforma no surge de una demanda popular genuina, sino de un intento por concentrar aún más el poder presidencial. Y eso debe alarmarnos. Si el Poder Judicial se convierte en un apéndice del Ejecutivo, los derechos ciudadanos quedan a merced de quien gobierna, sin posibilidad real de defensa.
Participar en esta reforma —ya sea desde la promoción, el voto o la indiferencia— es legitimar un retroceso histórico; es permitir la demolición institucional de uno de los tres poderes de la Unión. México no necesita una justicia popular, sino una justicia profesional, autónoma y capaz de aplicar la ley con independencia, incluso frente al poder.
No validemos este cambio yendo a participar, demostremos nuestro rechazo no yendo a las urnas. La justicia no se vota: se garantiza con instituciones sólidas, no con plebiscitos disfrazados de democracia.
*Abogada por la UNAM, Secretaría de Asuntos Internacionales del CEN del PRI; Secretaría Ejecutiva de la COPPPAL; diputada Federal del PRI en la LXV Legislatura.
*Artículo publicado originalmente en El Sol de México (edición del sábado 12.04.2025)