Cuando muere un periodista 

A Leopoldo Borrás 

ARMANDO ROJAS ARÉVALO. Murió como la mayoría de los periodistas. No sé si solo o rodeado de sus seres queridos, pero no rico. Más bien pobre. Seguramente acompañado de su esposa y su hijo. Tal vez de Nadia, la hija que tuvo con Nada, la yugoslava.

No sé si en su casa en Cocoyoc, muy cerca del gran hotel. Cerca de El Arco. No sé si en Comitán o en Chicomuselo, de donde era originario. No sé. Solamente me hablaron y me dijeron a secas: “Murió…” ¿En dónde y de qué? No me dijeron.

Reconfirmé que la vida es finita. Que la muerte siempre es dolorosa y triste. Que todo lo que hagas en la vida es transitorio y que las glorias duran lo que dura un velorio. Las riquezas y pobrezas valen igual cuando llega el momento.

Confirmé que si sales del pueblo a triunfar o a no volver, exitoso o no, el pueblo no olvidará el desaire. Puedes cosechar triunfos, pero nadie los reconocerá. Puede que nunca olvides al rancho, porque el rancho seguirá en ti, pero los del rancho te verán siempre como extraño, indiferentes.

No esperes en vida homenajes ni reconocimientos, más que los que tus parientes, los pocos amigos que realmente te quieren o conocidos te organicen para recordar tu obra. No esperes a que tus colegas reconozcan lo que hiciste por la profesión y por la aldea. Saliste y como expulsado, te recibirán con cuchicheos y hasta burlas.

Dirán: “Mirá, éste viniendo galán como si fuera sácalepunta. ¡Arajo! ¡Qué nos va a venir a enseñar! ”

Tal vez murió pensando en los amores. Talvez, con tristeza recorrió con la mirada su casa donde en algún momento instaló para sobrevivi, un taller de reparación de computadoras, o cuando cometió la sinrazón de irse a Comitán a poner un instituto de oratoria donde se nombró rector.

Fue poeta, en una tierra donde sacudes un árbol y caen cuando menos ocho.

Fue escritor, en una tierra donde de otro árbol caen cinco.

Fue periodista, en una tierra donde el sueño de todos era llegar a ser periodistas, por aquello de las influencias que, en realidad, sólo las había mientras duraba el poder de los gobiernos interinos.

Abrevó –me lo dijo- en el ejemplo de la gran bohemia y grandes periodistas que aún se recuerdan en el laar con cariño: Gervasio, El Gitano…

Un día emigró a la gran ciudad, la gran urbe, y logró, después de muchas vicisitudes ser reportero en Novedades. Estudió en la Facultad de Ciencias Políticas, donde al titularse consiguió una beca y se fue a la Yugoslavia de Tito, en la que compartió nostalgias y recuerdos de la tierra con Rita Gánem, y conoció a Nada.

Escribió y escribió hasta que su máquina y el teclado de la computadora quedaron abollados. Salieron de ellos “Un millón de fantasmas”, una elegía sobre Guernica que teatralizaba con gran emoción, y varias obras que un día serán reconocidas.

Dejé de verlo hace varios años, cuando se retiró harto y hasta decepcionado de la profesión, de la intelectualidad, la bulla y de la academia en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

No juzgo su obra literaria ni su vida personal. Solo digo que con su partida queda un hueco en la memoria periodística.

Fuimos compañeros de andanzas de política estudiantil. Eran tiempos de la Confederación de Estudiantes Chiapanecos, en la que los miembros, muertos de hambre, soñábamos con regresar a la tierra con honores y hasta puestos políticos para echar a patadas a la ignominia.

Manuel Quinto era parte de ese grupo. Hoy vive en Suchiate publicando hace décadas La Voz de la Frontera.

Eran tiempos de tomar el café y hablar de la política chiapaneca en los restaurantes, taquerías y bares baratos de avenida Juárez, que no eran pomposos y daban paso a jóvenes que se adivinaba llevaban sólo unos pesos en la bolsa del pantalón. Eran aquellos años en los que los fotógrafos callejeros te tomaban la foto y te la entregaban ahí mismo.

Se unían al grupo, estudiantes de otros lares. Uno, al que queríamos y admirábamos, Jorge Montúfar. Guerrerense, gran orador. Otro, que también admirábamos y seguíamos, Heladio Ramírez, entonces líder de la Confederación de Jóvenes Mexicanos, después gobernador de Oaxaca.

Era soñar. Era pensar en regresar al pueblo que nunca salió de nuestra cabeza. Claro, como triunfadores. Nos arrimamos a un “santón”, Jorge de la Vega Domínguez, que no nos tomó en cuenta más que para bloquearnos el camino.

Era, De la Vega, el chiapaneco más influyente. Era el político notable por su poder. Cuando le dijimos –pendejos, ilusos- que queríamos hacer carrera política por si algún día se nos hacía ser diputados.  Seguramente se carcajeó, pero nos dijo, “sí, claro, vamos a trabajar”. Nunca se nos hizo.

Pasadas las centurias volvimos a la tierra como funcionarios, pero de segundo nivel.

Él regreso a Cocoyoc y yo a mi casa de Cuernavaca. Con los años fui  secretario particular de Lauro Ortega, quien un día me preguntó ante mi desesperación por ser diputado: “¿De vera quiere usted ser diputado?” y yo le respondí, “Sí, señor, pero por mi tierra”. Pendejo de mí.

Todos queríamos regresar a nuestra tierra, pero diciendo: “vean, aquí estamos”

Y se nos dio pero a cuentagotas y no precisamente para cambiar las cosas.

Polo Borrás ha muerto.

No sé si solo, no sé si acompañado de sus seres queridos, no sé si satisfecho con lo que hizo y escribió. Se retiró de la vida. Simplemente.

Con él se va un eslabón de aquella cadena de jóvenes que quería cambiar Chiapas y el mundo…

Ni un periódico local le dedicó líneas haciendo siquiera una pequeña semblanza de él. .

Murió como periodista. No precisamente como dice en su libro mi querido Marco Aurelio Carballo, “de trago”, sino retirado de la vida recordando triunfos y mirando hacia las estrellas…

En paz descanse.

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