BELLAS Y AIROSAS/ Yanira García: Aunque de mí quede una polvareda

ELVIRA HERNÁNDEZ CARBALLIDO

Hoy salto sobre el hielo,

doy zapatazos

y agito el corazón.

No importa si me voy al vacío, 

sí me sacan del agua amoratada,

 con los dientes rotos de tanto castañear, 

sí hago el ridículo cuando me den la mano

y llore y me limpie los mocos con la manga

y no les dé las gracias por sacarme

y los mande a la mierda.

SemMéxico, Pachuca, Hidalgo. Yanira García es una poeta que siempre logra taladrar de forma agridulce nuestra alma, se vuelve espejo justo cuando más la necesitas. Cuando menos lo esperas, te delata en las páginas de sus poemarios. Logra sacudirte con sus palabras. Hace visible la parte oscura que ocultas para llenarte de luz.

Nacida en Pachuca, Hidalgo, delgadita, aparentemente frágil, posee una fortaleza admirable y una mágica sensibilidad. Me gusta encontrarla alguna mañana cuando coincidimos en restaurantes bellos y airosos. La descubro de inmediato porque su silueta ilumina el lugar, su mirada aliada se vuelve cómplice justo en el momento que te cruzas con sus ojos.

Es muy querida en el escenario literario de Hidalgo, la admiración surge de forma muy natural cuando empiezas a leerla o si la escuchas leer sus propios textos. Tengo el honor de llamarla amiga, de abrazarnos con total cariño, de compartir nuestras obras literarias con absoluta sororidad.

Por todo esto y más celebro su más reciente poemario: “Aunque de mí quede una polvareda” (2025). Al leerla agradezco este título que pese a la conjunción nada contrapone, yo leo una promesa generosa donde sus composiciones se transforman en polvo para levantarse agitadas por el remolino imperioso de su poesía. La polvareda no es el final, es apenas el inicio porque sus versos son torbellinos impecables que despeinan los sentidos. Representan olas de tierra que provocan un llanto estremecedor, pero temerosas de mostrar nuestra fragilidad diremos que nos entró tierrita en los ojos. Esa polvareda trae consigo un terregal de esperanzas, de un ayer difícil y de futuros esperanzadores que se multiplican hasta la eternidad. Ese terreno que parece seco levanta cientos de granitos paridos por el sol o nacidos de una ráfaga de luna.

Y el nombre de esa polvareda es Yanira, ella trae consigo ciclones gozosos, huracanes sensibles, nubes que rasgan el corazón, polvazal que obliga a brindar por la vida. Bastan 185 páginas para que esa polvareda se haga infinita y nos siga por todos lados para levantarnos el ánimo o decidamos perseguirla con absoluta confianza para alborotar nuestros deseos más profundos.

La obra está divida en tres partes que delatan la intimidad en que los poemas fueron escritos, versos que permiten admirar la alquimia literaria de este poeta llena de magia. Palpo a la Yanira amiga que me sonríe desde una mesa mientras saboreamos un café con nuestras respectivas parejas y descubro a la Yanira que escarba en lo más profundo de su alma en la soledad más absoluta. Generosa, nos toma de la mano para recorrer con ella momentos, lugares y rostros.

En las primeras páginas hace una bondadosa advertencia: entre sus manos hay una bomba que nunca podrá desmantelar a tiempo. Nadie huye, la reacción inmediata es abrazarla para sentir juntas la inevitable detonación. El chispazo no asusta, provoca una empatía indestructible, chispazos de sororidad, la absoluta comprensión porque hemos sentido lo mismo que ella, cuántas veces estamos esperando la explosión para que, sí, quede de nosotras una polvareda.

A lo largo de la obra encontramos meses y años, una ventana desde donde ya no se va a una niña en el parque sino a una esposa segura de que el milagro llegará. Recorremos autopistas y visitamos al país vecino. Repetimos palabras en otro idioma. Nos asomamos a la tienda de la abuela. Abrimos puertas que resisten el baile de los vientos, esperamos resignadas noticias viejas o nos unimos a su nostalgia y extrañamos junto con ella los tamales. Nos comparte la dirección exacta de su casa de la infancia y paciente espero a su lado ver rodar hasta el zaguán a ese caracol que canta. Bendecimos frentes que deseamos besar, cejas que se arquean al ritmo del viento, narices para memorizar aromas del ayer, una boca para inventar sonrisas y mejillas sabor manzana. Mujeres como Aurelia y Sara se vuelven cercanas, la abuela confirma su sabiduría y aceptamos la herencia familiar que nos ha dado fuerza para resistir.

“Aunque de mí quede una polvareda” es un poemario que se queda en nuestras emociones. Fue editada por Eterno Femenino Ediciones donde la gran generosidad y compromiso con la calidad de su directora, Noemí Luna García siempre es palpable. Gracias Noemí por lograr que este libro esté en nuestras manos.

Si me pidieran elegir un poema me quedaría, sin dudarlo, con “Un cuento de hadas”, cada frase me ofrece la certeza de que ha llegado el momento de quitarme la capa roja y dejar de tenerle miedo a los aullidos:

Lo peor del bosque son los lobos

su pelaje tupido pegándose a mi piel.

El olor de su carne feroz

que intenta clavarse en mi cuerpo

y no puedo clavar el tacón en su pata,

me avergüenza increpar a un lobo

dentro de sus terrenos

y apenas puedo abrir la ventanilla,

airear el aire,

sacudir la cabeza temerosa,

sentir la sangre que aporrea mis mejillas.

Cuando bajo del bosque,

ya aprendí una primera lección del mundo

                                            de los lobos.

La dentellada sigue abierta.

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