ELVIRA HERNÁNDEZ CARBALLIDO
(SemMéxico, Pachuca, Hidalgo). La inmensa tina azul mar… ¡cuánta paz me dio admirarla! Pero ese día, después de lo que pasó, mientras la bañera se llenaba, fui quitándome poco a poco la ropa como si así lograra arrancarme las extrañas sensaciones que me envolvían.
La del espejo me espiaba muy calladita, cómplice de lo que habíamos vivido unos días antes. De verdad, no evitaba pensar en eso, simplemente no quería hacerlo.
Sentada en la orilla de la tina, juro que sentí una caricia en la punta de los dedos de mis pies, como si las sirenas talladas en las patas suspiraran con melancolía. El grifo en forma de delfín paría chorros de agua que atrapaban mi mirada para hipnotizarla y convencerla de que seguía siendo dulce y bondadosa. El agua caía dentro de la tina en cataratas solidarias, olas generosas. Quise pedir un deseo, aunque no fuera una fuente.
Cuando metí la mano para palpar si el agua estaba en su punto, creí que una brisa fresca acariciaba mi rostro. Cerré fuerte los ojos y me fui metiendo con lentitud en la tina; pude sentir que una primera ola imaginaria logra- ba empapar mi cuerpo, menos mi talón derecho. Soy Aquiles en femenino, una sola debilidad parece querer vencerme: el miedo. Deseaba estar en el mar y que se tragara una parte de mí, la más abierta, la más oscura, un jirón de piel no amado, un pedazo de este corazón quebrado, esta alma necia que se moja y se seca una y otra vez.
Muy bajito musitaba una canción de Janis Joplis y quería que junto a esa bruja cósmica también llegaran sirenas y ninfas, las mismas que abren todos los océanos, que agitan aguas saladas, empapan destinos, ahogan penas. Imaginé que una ola se amarraba a mi cintura. Me sentí flotar como botella al mar; navegar como barquito de papel consciente de mi fragilidad. No me aferraba ya a ninguna nube, no quería retozar en ningún cielo prometido. Era una carabela que perdía su porte, navío sin timón. El mar estaba sordo, no le conmovía ni mi canto, ni el silencio. Había perdido mis lágrimas, tal vez las convertí en perlas, o quizá con ellas llené aquella bañera.
Era una vela tormentosa que ignoraba al viento. Vela de humo que escapaba de los soplos de la vida. Ningún barco pirata a la vista, nadie a quien desamarrar de su mástil. La voz de Janis parecía llegar como un eco, yo repetía sus estrofas en español como si fueran un rezo. Sin prisas, masoquistamente empecé a disfrutar ese peligroso juego: esconderme en el fondo del mar, porque en su profundidad estaba segura de que podía seguir siendo una niña. Tendría tiempo para destejer mis redes. Enjuagar el alma. Exprimir los malos ratos. Burbujear suspiros.
En la oreja derecha imaginaba que podía colocar un caracol que murmuraba a mi oído mil maldiciones a las que deseaba responder con todo mi coraje, con total indignación. Y justo cuando intenté blasfemar, olvidé cómo se respiraba bajo el agua.
Entré en contradicciones: me sumerjo para rendirme o me sumerjo para resistir.
Las canciones que me gustaban daban vueltas en mi cabeza, me mareaban tanto que las confundía con el canto de unas ballenas que alertaban instantes de peligro cercano por alguna razón.
Debajo del agua sentí que pesaba como las piedras que una escritora inglesa guardó en las bolsas de su abrigo antes de sumergirse en el río. Y estaba Janis masticando la última pastilla, inhalando la muerte, inyectándo- se eternos mililitros de lágrimas sin sal.
Deseaba tanto dormir, simplemente dormir, dejar de escuchar mis latidos… pero una caracola se anidó en mi oreja izquierda y desde su profundidad brotó el sonido de un corazón que no podía darse por vencido tan fácilmente, latía al ritmo de la poesía, de todos los poetas que me faltaba por leer. Luciérnagas de luna comenzaron a bailar a mi alrededor iluminadas por el brillo del espejo. Tuve ganas de escribir la última carta de amor y pedir que mis amigas no olvidaran mi burbuja rota, que él ya no se amarrara a ningún mástil para salvarse ni que yo deseara llevarlo conmigo.
De pronto, nubes negras aparecieron e imaginé que estaba rodeada de aguamalas, de erizos con espinas venenosas, de medusas avispas de mar. Quise darme por vencida, ser un caballito de mar que perdía la batalla. Sentí que las patas de la tina empezaban a temblar, como si las sirenas talladas la estuvieran empujando o tratando de derribarla y que, al hacerlo una lloraba, otra pujaba por el gran esfuerzo que hacía, mientras las otras dos cantaban con total desafío. Preferí unirme a sus cantos, identifiqué frases que murmuraban bajito que debía salvarme, que solamente podía ahogarme cuando olvidara respirar como sirena, que ese día no ahogara mis cantos.
Bajo el agua mi cuerpo empezó a parir burbujas de vida, burbujeos provocadores, suspiros de sirena. Palpé esa urgencia de emerger, de brotar a la superficie, de volver a aliarme con la luna.
Me di cuenta de que debía convencer a ese cuerpo que no dejaba de sumergirse de regresar a su cielo. Y sí, dejé de hundirme. Volví a sentir el agua tibia. El agua que se desbordaba. Yo misma me derramaba. Un impulso efervescente provocaba la urgencia de emerger, de levar anclas. Salir a flote para brincar por el aire como mantarraya. Dar piruetas, saltos mortales, girar sobre mí misma, preparándome para volver a caer en el agua sin desear hundirme, flotando entre la espuma de mar, con el canto de una sirena que cree en sí misma.
Mi cabeza salió del agua, tomé aire con toda la fuerza de mis pulmones. Poco a poco pasé de la agitación total a una lenta calma. En ese momento, tuve la certeza de que eso que pasó, sí había pasado, pero no podía hundirme ni ahogarme porque yo sabía respirar bajo el agua.
Ese día, después de lo que pasó, palpé más que nunca que ahora soy una sirena triste, muy triste, que canta al ritmo de blues.
Fragmento de la novela, de la autora, Las Melodys (2021), Elementum, México.