BELLAS Y AIROSAS/ Amparo Dávila, inolvidable

Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo

ELVIRA HERNÁNDEZ CARBALLIDO (SemMéxico, Pachuca, Hidalgo). Detrás de la ventana, unos ojos de gato se iluminaban con la luz de la luna. Brillosas pupilas que ya empezaban a mirar “preguntándose algo, pero nunca se sabrá qué. Mirada gatuna que desde ese instante permitió que la neblina se le aproximara solamente si se convertía en tinieblas. Su iris en vez de colorearse tenía leves ranuras de alcancías para llenarlas de monedas mágicas que echaban un volado con lo desconocido. Posiblemente, esa mirada reflejada en el cristal fulguraba ya un tono “Griselda” y por eso resultaba ser tan cambiante. Y esos ojos no podían ser más que los ojos de una niña, esa pequeña que de mayor se convirtió en la gran escritora mexicana de cuentos fantásticos: Amparo Dávila.

La misma que nunca dejó de rememorar con nostalgia su infancia. Seguramente por ello, en la sala de su casa conservaba en un lugar especial una foto de esa niña que fue, que nunca olvidó; siempre asomada a la ventana, vestida de blanco, una violeta en la mano y en la otra un osito.

Pasaron inviernos, se acurrucaron otoños, se nublaron primaveras y quedaron detenidos los últimos veranos, la pequeña nacida el 21 de febrero de 1928 jamás olvidó lo que miraba detrás de la ventana de su pueblo, lo que escuchaba en esas noches cuando resultaba imposible dormir, lo que creía ver entre sueños.

En esa mirada de gato supo guardar la magia de su poblado cautivo en una región minera de Zacatecas. Esa tierra donde alguien meció con su poesía a la suave patria, donde alguien atrapó imágenes carnavalescas, donde alguien musicalizó el cucurrucucú de una paloma. Geografía llena de magia, de minas que guardan ecos de plata, localidad noble y leal. Sí, aquí tenía que empezar la historia de una escritora como Ampara Dávila. Por eso, todo empezó en Zacatecas…

La muerte recorre Pinos

Detrás de su ventana, la tos y la calentura le advirtieron a la pequeña Amparo que era una niña enfermiza. Esa salud deteriorada la hizo cautiva en casa. ¿Qué podía hacer una pequeña en un pueblito gélido e impávido? Mirar, imaginar, mirar. ¿Qué podía hacer una niña cuyos hermanitos habían muerto y se había quedado sola? Imaginar, mirar, imaginar.

El pueblo donde nació parecía estar envuelto en un pasado de oro y plata, fundado en 1594 y bautizado como Real de Nuestra Señora de la Purísima Concepción de Cuzco y Descubrimiento de Minas que llaman de la Sierra de Pinos, poco a poco se fue convirtiendo solamente en Pinos, un lugar que a principios de siglo XX se fue acostumbrado a ser un lugar donde la muerte transitaba.

El paseo de la Parca, a veces vestida de catrina, otras solamente cubierta de pies a cabeza con una túnica negra, se fue convirtiendo en algo inevitable para las calles del pueblo. Esa visita que traía consigo llanto y dolor ocurría porque los poblados cercanos no tenían panteones, solamente Pinos tenía un cementerio. La gente tenía que caminar hasta ese lugar para enterrar a sus muertos, entrar a esa población para acompañarlos a su última morada. Ese peregrinaje acompañado de flores y cruces, de murmullos que parecen rezar o sollozar, se convirtió en una escena que la niña Amparo veía pasar.

Así, detrás de su ventana, espiaba procesiones encabezadas por mujeres enlutadas, las mismas que un día descubrió en los textos de Agustín Yáñez. Vio a viudas resignadas que lloraban en silencio. Mantis religiosas que aprendieron a morder sus lenguas. Quizá entre ellas iba alguna que no sabía ya cómo se llamaba, porque ¿cómo deben decirle a una madre que va a enterrar a su hijo? Locas cuyos gemidos jamás alcanzaban consuelo. Mejillas convertidas en cascadas. Gemidos que hacía eco por todo el Pueblo de Pinos. Últimos suspiros que van acompañando a la muerte y la niña Amparo estaba segura que se convertían en las ráfagas que soplaban al pasar por su ventana.

Desde sus primeros años de vida, esa alma infantil empezaba a palpar que la muerte es un cuento que no termina, historias que quedan suspendidas como árboles petrificados, bandadas de pájaros que presienten que su destino final es un bosque, para enraizarse ahí, para no moverse más. Pese al temor, atisbaba con atención a esas mujeres envueltas en rebozos negro con rayos de luna. Observaba bien que una de ellas iba sacudida por los sollozos y que tapaba con un pañuelo su boca para no gritar. Que una tenía ojos de sapo, por eso, en vez de llorar, parecía croar, croar, croar, y asustada, la niña Amparo tapaba sus oídos, pero no olvidaba, guardaba cada imagen en su memoria, cada escena de dolor en su alma.

Una casa que crujía

La niña Amparo jamás olvidó cada sonido que su casa guardaba. Esa ventana que la asomaba a los peregrinajes de luto, a veces era mejor no abrirla. Cuando se atrevía a hacerlo “el frío amanecer le azota en la cara”, haciéndola temblar de pies cabeza. Además, las bisagras parecían lanzar un alarido justo al momento de abrir o cerrar. No se diga de los ruidos que también producía cada puerta. La de la cocina, al abrirla, sonaba como una cascada de nueces cayendo. La puerta del baño, tinas desbordadas que amenazaban con hundirlo todo. La de la biblioteca, ecos de voces de cada personaje encerrados en los libros. Quizá por eso, la puerta de su cuarto se quedaba abierta, algo podía entrar y atacarla, quizá un huésped jamás invitado, nunca bien recibido. Aunque era peor estar frente a una puerta cerrada, su silencio resultaba insoportable, porqué, algo o alguien podía estar del otro lado, que golpee con desesperación, que quiera lanzarse contra ella, que la arañe, que grite, que ya no haga ningún ruido. Un huésped indeseable.

En esa casa, ningún mueble escapaba al encanto de crujir. Así, la silla, siempre estirada y tensa, parecía ideal para que se sentara en ella una señorita que podía llamarse Julia que ante las infamias le temblaban las manos y las piernas se le aflojaban. El sillón de descanso mantenía un silencio absoluto durante toda la mañana, pero por la noche rompía a llorar hasta el amanecer, como augurando su propio entierro.  No había pasillo donde por un instante una sombra no pasara. En el rincón de la alacena aparecían y desaparecían bultos que nadie llevó. “Se oían voces, quejidos, y un hombre con una pierna que soplaba sordamente al caminar, entre aullidos del viento, la música de fonógrafos y carcajadas de las prostitutas en el callejón. Así pasaba la noche, así pasaron muchas noches de mi infancia”.

Asomada a la ventana, contando las noches en una casa llena de ruidos y sombras, quizá la niña Amparo encontró en los aromas de las flores la única paz cautivadora, en las duras piedras un corazón más suave, en los perros la lealtad amorosa y en los gatos la magia eterna.

Fue así como, cuando se sentía bien y la tos no la atormentaba y la calentura no la anclaba a la cama, que salía de casa para subir la montaña de Pinos, acompañada de sus perros. ¿Se llamarían Moisés y Gaspar? ¿Llevaría con ella fruta y queso para compartir? ¿Jugaría con ellos a lanzarse cacerolas y reirían como locos? Y mientras ascendía con ellos, quizá su imaginación infantil le permitía creer que “iba llegando a la eternidad, a una eternidad de nieblas y silencios…”

Los gatos eran sus consentidos desde ese entonces. Por dormir con ellos, heredó los ojos gatunos. Siempre fueron sus compañeros inseparables, los abrazaba en esas noches de miedo, mitigaban su terror al despertar de otra pesadilla. Se hicieron dueños de sus sueños y cómplices de sus fantasías. Grises o negros, persas o siameses, azul ruso o siberiano, los amó, la adoraban. Dice una canción que los gatos no creen en los ángeles y que prefieren las sonrisas tristes, que les gusta buscar estrellas, las tardes con lluvia y asomarse en los espejos. Héroes y villanos, aliados de las brujas, hipnotizadores de la mala suerte si son negros, viudos para enamorar a la luna, libres para regresar cuando extrañan. Desde entonces, Amparo hizo de los gatos sus fieles amigos y ellos fueron tan generosos que la acompañaron cada noche para compartir miedos, para ronronear en su imaginación, quizá hasta para escribir con ella cada uno de sus cuentos.

Esas fieles mascotas también observaban, con verdadera ternura, a esa pequeña deshojar flores, moler hojas de yedras y ortigas, revolver tallos y pétalos, vaciar todo en frascos que sellaba con verdadera devoción, esperanzada que al otro día se transformaría esa mezcla en perfumes que guardaban la magia del cosmos. Y esa alquimia amparo-lúdica–maga-bruja no resultaba, al otro día, el olor guardado en esas botellitas era fétido e insoportable. Sin embargo, cada vez que podía regresaba a la montaña, recolectaba sus flores fantásticas y sus piedras misteriosas para intentarlo otra vez y otra vez.

Los demonios

Y esa niña asomada en la ventana, la que escuchaba ruidos por toda la casa, que inventaba su propio proceso de alquimia, de pronto se topó con otro mundo que alguien comparó con todos los paraísos posibles: la biblioteca.

Fue así como en su hogar encontró otro hogar, uno lleno de historias y personajes, de voces impresas y portadas llamativas. Cuando se enfermaba o no tenía ganas de estar viendo a través de la ventana, encontró que también podía imaginar encerrada en ese lugar.

Ya había aprendido sus primeras letras en una escuelita de Pinos y empezaba a interesarse en las palabras, ojeaba libros, palpaba cada página. Escogía al azar y diferentes obras llegaban a sus manos. De pronto, una de ellas, quizá por su grosor, tal vez por la pasta de piel roja, no solamente la cautivó, la impresionó para siempre, fue La Divina Comedia, de Dante Alighieri. No tomó la mano ni de Beatriz ni de Virgilio ni de Dante. Tampoco se sintió asediada por una loba, por el león o por el leopardo. No se abrieron las puertas del infierno, ni renunció a todos los cielos o se detuvo en el purgatorio. Lo que atrapó todo su ser fueron las imágenes del libro, los grabados de Gustave Dore penetraron su alma, sacudieron sus sentidos. Conoció el rostro de los demonios.

Pudo cerrar el libro de un tajo, desviar la mirada horrorizada, soltar el texto y dejarlo caer al piso, empujarlo con la punta de su zapatito blanco hasta el fondo de un mueble… No, sus ojos de gato quedaron fijos, su mirada relacionó esos grabados con sus miedos, esas tierras desoladas con las procesiones de la muerte, esos infiernos con cada pesadilla.

No pudo quitar la vista de esas páginas con abismos negros, temores grises, débiles luces blancas. ¿Así se pagarán los pecados? ¿De esa manera penarán las almas? ¿Tan lejos parece estar el cielo y tan cerca el infierno? Laberintos de arrepentimientos tardíos, espirales de dolor eterno. Demonios que parecen “ratones aplastados, murciélagos, gatos estrangulados, mujeres histéricas”.

Vidas desdichadas convertidas en un infierno. El espejo donde no queremos vernos. Escenarios donde “una naturalidad que a veces sin darnos cuenta estamos habitando el sobresalto, la angustia, la desesperación, especialmente el terror. Un terror que es doblemente monstruoso porque estos seres simples, bondadosos a veces, tiernos, cándidos, son en último momento personajes diabólicos, pobladores infernales”.

La niña Amparo descubrió la fuerza de la imaginación en cada imagen contemplado por sus ojos de gato. Sus pesadillas se nutrieron con esas imágenes, también que en los libros existía la posibilidad de encontrar muchos cielos y todos los infiernos. Que ahí se guardaban palabras, que ahí se contaban historias. Quizá en ese momento la escritura ya empezó a ser “una necesidad para una misma” ++. Posiblemente desde ese instante “escribir se manifestó como una necesidad natural y una forma de expresión ineludible.”

Y todo empezó en Zacatecas

Tal vez, desde el 18 de abril de 2020 en el pueblo de Pinos esa niña que miraba detrás de la ventana de su casa pueda tomar del brazo a una de las mujeres enlutadas. Quizá visite el cementerio para agradecer la generosidad de recibir a tantos muertos de los poblados vecinos. Atrape la neblina, sople sus palabras a través de las ráfagas de ese viento zacatecano. A lo mejor puede seguir el taconeo de ese hombre de pata de palo que recorría su vieja casa, vista de blanco como las mujeres que iluminaban como luna llena los pasillos de ese hogar. Será muy triste saber que no hay purgatorio, pero sí demonios con tridentes que ojalá tengan ganas de compartir sus historias. Posiblemente las calles empedradas en pronunciado declive y estrechos callejones se empiecen a llenar de gatos que ya no saben a quien dictarle sus historias. Las prostitutas de la esquina guardarán silencio porque creen que alguien repite su nombre cunado el viento sopla fuerte, aires que prometen convertirse en torbellinos cuando le recuerden a cada habitante de Pinos que “nadie puede huir nunca de su destino”.

Y así, entre celdas y entierros, huéspedes y árboles petrificados, música concreta o tiempo destrozado, la niña Amparo ha regresado a su pueblo, porque ahí, en Zacatecas, empezó esta historia.

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