91 años de su suicidio en Notre Dame. Antonieta Rivas Mercado
ELVIRA HERNÁNDEZ CARBALLIDO (SemMéxico, Pachuca, Hidalgo). Debo empezar esta historia ubicándome a mí misma en París. Mi corazón late emocionado. Lo siento, pero se me escapan unas cuantas lágrimas y repito todavía con un gran sentimiento de tristeza, aquí estuviste por última vez con vida. Caminaste por este mismo pasillo que te llevaba al altar. No ibas vestida de novia, solamente pensabas en tu propia muerte. Suicidarte.
¿Qué pensabas Antonieta? ¿De dónde salió tanto valor? ¿Alcanzaste a escuchar el eco de ese disparo que te quitó la vida ese 11 de febrero de 1931? ¿Mirabas a los ángeles, mirabas las bellas cúpulas de Notre Dame antes de irte para siempre?
Para evocarte con facilidad el punto de partida de tu historia debe ser el Ángel de la Independencia, construido por tu padre Antonio Rivas Mercado. La mayor de la familia, Cristina, y tú, fueron las modelos de lo que hoy es el símbolo de nuestra ciudad. Entre estatuas de marfil y juegos infantiles, soñabas con ángeles protectores que hicieran realidad tus sueños de niña buena, mimada y lúcida. Te emocionó la inauguración de tan imponente monumento.
Pero la vida dio un vuelco y desde tu casa de la calle Héroes número 45, colonia Guerrero, en la ciudad de México, se transformó ante tus ojos en 1910. Revolución, paz y democracia eran palabras que se perdían entre los balazos, la guerra, los miedos y un país herido para sobrevivir con dignidad. Tu mirada infantil fue testigo de la Decena Trágica, de la muerte por la patria.
Niña viajera que conoció Europa y se enamoró del arte. Niña talentosa que admiró la pintura y el teatro. Niña que jugaba a enamorarse y se casó con un hombre mucho mayor que ella, gringo conservador y padre de su único hijo. Fue su esposo el que adquirió un fraccionamiento en Chapultepec y decidió que sería un nuevo lugar para vivir con lujos y comodidad en el recién nacido México posrevolucionario. Los nuevos ricos podrían comparar terrenos y construir hermosas residencias. Decidiste que para no aburrirte con tu vida de niña madre recién casada bautizarías cada nueva avenida, cada nueva calle, cada esquina y cada acera. Es así como otra pista para seguirte son las Lomas de Chapultepec.
Entonces te imagino con tus libros de geografía y esos enormes Atlas. Vistes como las mujeres modernas de los años veinte, falda a los tobillos y ajustada, tu espigada figura contrasta con los jardines umbrosos que quieres bautizar. Tu cabello cortito, fino y sedoso, se deja esconder bajo un elegante sombrero. Tus manos se esconden bajo guantes finos color morado. Das un paso y dices Monte Parnaso. Caminas varios metros y un escalofrío de soledad te aconsejo llamar a ese lugar Sierra Nevada. Intentas concentrarte en el siguiente terreno, pero reconoces la infelicidad en tu matrimonio y la ausencia de amor, por eso te conmueves con la Sierra Fría. Lloras conmovidas y la Sierra mojada es solidaria contigo. Debes decidir tu destino y Sierra Ventana te da la fuerza suficiente para huir, para pedir el divorcio, para pelear la custodia de tu hijo, para ser la mujer que se ha propuesto bautizar ahora a nuestro país entero porque lo reconoces como un lugar mágico y tierra fértil para el arte.
Por eso, tienes la intuición que la fortuna heredada de tu padre debe ser algo más generoso y vivo, más artístico y maravilloso. Por eso rentas una casona en la calle de Mesones número 42 y creas el inolvidable teatro Ulises. Eres amiga, promotora y apoyo absoluto de artistas como Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen.
Seguramente ese ambiente poético y bohemio resultó ser el escenario ideal para que te enamoraras de Manuel Rodríguez Lozano. Pintor, artista, sensible, hermoso, homosexual, amigo y amor imposible. Palabras marcadas de cariño amoroso.
Antonieta, ofrecías tu corazón con ingenuidad, pero con absoluta entrega, te enamorabas llena de esperanza y desesperanza, le pusiste condiciones a tu destino solamente por tener una verdadera alma enamorada del amor, tan abstracto, tan necesario, tan cruel cuando no es correspondido, tan letal cuando pese a todo decidimos entregarlo al hombre siempre equivocado. Fue así como después, entre resignada y bondadosa, mantuviste tu amistad con Rodríguez Lozano.
Al año siguiente llegó hasta a ti la suerte de ese cupido ciego, necio e inocente, ya te había interesado la trayectoria de José Vasconcelos, ya tenías la certeza de que se trataba de un hombre inteligente y con una fe inalterable que lo inspiraba en la convicción de un mejor país. Fue así como te solicitaron que le prestaras tu Cadillac un domingo de ramos para que entrara a la ciudad de México como parte de su campaña como candidato a la presidencia. Lo acompañaste, recorrieron Reforma, pasaron junto a ese ángel simbólico que te pareció guiñaba un ojo lleno de complicidad. Ibas junto al Mesías de la Esperanza. Lo escuchaste hablar con pasión y convicción.
En la noche llegaste a tu casa ubicada en Monterrey 102 esquina Álvaro Obregón. Te miraste al espejo mientras retirabas el sencillo maquillaje de tu rostro y no dejabas de pensar en ese hombre inteligente, comprometido y esperanzado. Nuevamente suspiraste como suspira el amor de verdad. No fuiste ni deseabas ser su secretaria, ni su amante, ni su promotora, ni la mujer detrás del gran hombre. Más bien, él fue ese hombre que estuvo junto a ti mientras descubrías a un país que todavía duele. Te enamoraste y como siempre, te decepcionaste. La decepción fue apabullante, el hombre que amabas fue vencido y traicionado. El país que amabas era gobernado por gente poco comprometida y la democracia era solamente una palabra, nunca una posibilidad. Dejaste el país que amabas y decidiste alejarte del hombre que no te correspondió como necesitabas. Fue así como escribiste unos minutos antes de tu suicidio:
Amanece el día 11 y será preciso que disimule. Voy a bañarme porque ya empieza a clarear. Después del desayuno iremos todos a la fotografía para recoger los retratos del pasaporte. Luego, con el pretexto de irme al Consulado, que él no visita, lo dejaré esperándome en el café de la avenida. Se quedará un amigo acompañándolo. No quiero que esté solo cuando le llegue la noticia…
Así Antonieta en cada rincón de la ciudad de México puedo evocarte, pero mi primera vez en París en Notre Dame que fue un día nublado, te lloré como si hubiera pasado ayer tu adiós definitivo.
Y hoy, cursi, lloro por ti 91 años después.