BELLAS Y AIROSAS/ 35 AÑOS EN LA UNAM

ELVIRA HERNÁNDEZ CARBALLIDO (SemMéxico, Pachuca Hidalgo). Este lunes 19 de junio de 2022 la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, entregó reconocimientos de antigüedad a su personal docente. Al recoger el diploma y mi medalla tuve que releer varias veces el tiempo que se declaraba he trabajado en esta amada institución: 35 años. Fue inevitable hacer un viaje por el tiempo, llenarme de evocaciones, agradecer cada nombre grabado en mi corazón puma, cada experiencia, todo lo que me ha fortalecido ser maestra.

En 1987 me había titulado como Licenciada en Ciencias de la Comunicación y buscaba una oportunidad para trabajar en diferentes espacios, desde los periodísticos hasta los artísticos. Fue así como empecé a trabajar en editorial Novaro creando las historietas de Sal y Pimienta, Porky y El pájaro Loco, así como en una agencia publicitaria llamada “Diseño Más Comunicación”, donde además de redactar anuncios, se empezó a editar una revista de turismo y yo inventaba crónicas de lugares que no podía visitar por falta de presupuesto, pero mis generosos jefes _Aurora González y Paco Torres lo recompensaban con su cariño y amistad-. Al mismo tiempo, muy generosamente una de las sinodales de mi examen profesional, la inolvidable Soledad Robina+ me invitó a ser su adjunta. La apoyaba dando clases cuando ella no podía ir, a calificar trabajos. Fue mi primera aproximación al escenario de la docencia.

De esa manera, yo iba dos veces a la semana a la UNAM, a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde había estudiado. Fue así como un día me encontré al profesor Froylán López Narváez, mi maestro en varias asignaturas y con quien siempre saqué MB por ser una alumna absolutamente Nerd. Fue por eso por lo que me invitó a dar clases.

De pequeña jugaba a la escuelita, pero jamás me había imaginado yo como profesora universitaria. Don Froy me quería bien, por eso, casi me llevó de la mano hasta las oficinas de la licenciatura de comunicación y me presentó con Guillermina Baena, coordinadora en ese tiempo. Yo lo escuchaba casi boquiabierta, él hablaba maravillas de mí, no podía creer que uno de los maestros más estrictos que he tenido en mi vida, tuviera esa grata impresión de mis habilidades y talento. No se me prometió nada, pero salí muy agradecida por tan maravillosa recomendación, aunque dudaba que fueran a contratarme. La suerte estuvo de mi lado, un profesor dejó la materia de Géneros Periodísticos, me invitaban a impartirla. Por supuesto, acepté, con todos los nervios del universo.

¿Cómo exponerle a un grupo para que me creyera que yo era su maestra? ¿Qué impartir y compartir? ¿Cómo aprovechar dos largas, larguísimas dos horas de clase? El primer día entré casi temblando al salón, ahí estaban, sentaditos en su banca esos chavos y chavas veinteañeros, como yo, que soñaban con ejercer el periodismo. La primera clase duró media hora, ellos y ellas me miraban con los ojos muy abiertos. Yo hablaba rápido, sinteticé todo el semestre en ese rato, prometí contagiarlos de la pasión por el periodismo, de disfrutar cada género periodístico, de comprometerlos con la denuncia como yo la había aprendido en el salón y ya en ese tiempo como reportera, pues empecé a trabajar para la revista Fem y en el suplemento Doble Jornada, con mi maestra por siempre, Sara Lovera.

Entonces revolvía y mezclaba lo que aprendía en la sala de redacción y lo que leía en el recién editado Manual de Periodismo o el libro de Alberto Dallal, así como en las investigaciones de Susana González Reyna y Lourdes Romero. Gracias a los reportajes y crónicas que en ese momento me dejaban escribir en las publicaciones donde escribía, les detallaba sobre la manera en que conseguía las entrevistas, lo que había detrás de cada texto, el recorrido por la ciudad buscando la nota informativa, este amor total por el periodismo. Y en salón se sentía esa conexión que estaba logrando. Les encantaba que los llevara a lugares para reportear, que no les diera solamente teoría, que compartiera mis aventuras periodísticas, cómo había escrito ese reportaje por el cual obtuve un premio de periodismo, la tarea gozosa de crear un texto y verlo publicado en primera plana. La pasión me inspiraba y quería que les entrara directo al corazón, a su alma, a sus sueños.

Mi primer grupo fue en el horario matutino, y gracias a mi hermana Elina que me recomendó por todos lados, tuve un número representativo de gente inscrita. Ella estudiaba en ese tiempo en la Facultad y conocía a muchas personas, tuve un buen grupo. Poco después me cambiaron en la tarde. Fue triste llegar a mi salón y verlo casi vacío, cada estudiante tenía el derecho de elegir a su profesor y yo era una verdadera desconocida, más en ese horario vespertino donde además impartía clases nada más y nada menos que Fernando Benítez. ¿Quién iba a querer cursar con una desconocida? Pese a todo, pude tener un grupo integrado por 10 jovencitos con quienes además de compartir mi amor por el periodismo, se creó una amistad increíble: Víctor Peralta, Martha Elba García, Raúl Frías, Gerardo Sánchez, Miguel Ángel Magaña, Jaime Pérez+ y Alejandro Rodríguez*. Sin duda, fueron los culpables para que, en el semestre siguiente, que iba a dar Género Periodísticos Interpretativos, tuviera casi 60 alumnos y alumnas. Claro, don Benítez ya no dio clases en ese tiempo, pero supe los comentarios que difundieron sobre mí, desde que sí les enseñaba a escribir como periodistas, hasta lo coqueto de mis minifaldas y mi corazón de pollo.

Entonces, cada semestre el número de gente inscrita crecía y crecía, llegué a tener 110 estudiantes apuntados en mi lista. Tantos nombres, tantas tareas, tantas miradas aliadas, tantas historias compartidas. Recuerdo cuando, sin haberles dicho nada, descubrieron que tenía dos meses de embarazada: “Su mirada la delata, profesora”, dijeron. Los regalos que me llevaron para mi bebé. La emoción de inventar un premio con el nombre de mi hijo a los mejor de los géneros periodísticos y hasta la fecha algunos presumen su Premio Baruch. Disfruto la manera en que muchos de ellos brillan en el mundo del periodismo, la forma en que muchas de ellas ejercen con total pasión su vida periodística. Varios confiaron en mí y quisieron que fuera la asesora de sus tesis, creo que hasta la fecha llevo como 300 personas titulada bajo mi asesoría.

Qué bellos días cuando impartía lunes y jueves Géneros Informativos y Géneros de Opinión en el cuarto semestre. Martes y viernes, Géneros Interpretativos, en quinto semestre. Me atrevía a dar clases de 8 a 10 de la noche porque todavía la ciudad de México era tranquila. Me tocó vivir en el salón algún temblor, reír con exposiciones provocadoras, desvelarme corrigiendo artículos o reportajes, escribiendo con mis jeroglíficos felicitaciones o consejos en cada tarea. Me encantaba toparme en la explanada con saludos y sonrisas, con abrazos y agradecimientos. Convertí mi corazón en un gran edificio donde todos tienen lugar, los aplicados y los flojos, las talentosas y las inquietas, alumnos de los que era tan fácil enamorarse, alumnas que hoy son mis grandes amigas.

Y de pronto, han pasado 35 años, hoy tengo 60, lo que delata que empecé a ser profesora a los 25. Sigo dando clases en la UNAM, pero ya no en la licenciatura del sistema escolarizado, al irme a vivir a Hidalgo, bajé el ritmo, me quedé solamente con mis clases en posgrado y en el sistema abierto. Sin embargo, jamás he dejado de sentir esta piel dorada, esta sangre azul, esta alma puma, este cariño por cada estudiante, algunos inolvidables, todos latentes en mi corazón.

Por eso, esta semana de junio fue muy especial al recibir mi diploma y medalla que delatan mis 35 años como docente-indecente, profesora apasionada, maestra con medias de seda y corazón de pollo. Por eso, desde aquí celebro con cada alumno y cada alumna, para que desde el fondo de nuestro corazón gritemos: ¡Goya, goya, universidad!

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