
MARÍA AMPARO CASAR
No es exagerado decir que como Jefa de Estado y Jefa de Gobierno, la presidenta Sheinbaum y su partido tienen prácticamente el monopolio del poder. Hace décadas que ningún titular del ejecutivo había amasado tal cantidad de control sobre las instituciones del país y había enfrentado menos contrapesos para ejercerlo.
La pregunta entonces es por qué se afanan tanto -gobierno y partido- en conductas propias de una administración débil, como si estuviera acechada por una potente oposición.
Tanto después de la marcha del 15 de noviembre, como en la concentración del Zócalo con motivo de los siete años de gobierno de Morena y en varias de sus giras por la República, la presidenta ha insistido en que ella y su movimiento son muy fuertes. “No vencerán al pueblo de México, ni a su presidenta”, “¿Creen que nos van a debilitar? ¿Qué van a debilitar a la presidenta por lo que gritan?
¡Aquí estamos fuertes con el pueblo, muy fuertes!”.
Nadie lo duda y, de paso, nadie quiere ni puede “vencerlos”. Son poderosos y lo sabemos todos. ¿Para qué gastar saliva y recursos si, en efecto, tienen todo el poder y van por más sin ningún obstáculo? ¿Para qué hacer concentraciones masivas con sus adeptos y nadie más? ¿Para qué enfocar sus baterías en los críticos y especialistas, cuya tarea ha sido mostrar el desempeño y los resultados de su administración?
Los analistas no gritan “leperadas”, como dice la presidenta. Los analistas no hacen “campañas sucias, ni alianzas con grupos de interés en México y en el extranjero”, ni “contratan consultores en el extranjero para inventar calumnias y mentiras difundidas por los medios”. Tampoco “inventan historias de ficción”, ni “tejen alianzas con el conservadurismo nacional y extranjero”.
Diría yo que los críticos, si se insiste en calificarlos como enemigos, son un enemigo pequeño y que el verdadero enemigo es la realidad que retratan con evidencias: los muertos y desaparecidos, la violencia e inseguridad, el estancamiento económico y la falta de inversión, la ineficiencia de la administración pública y la discrecionalidad, la corrupción y la impunidad, los indicadores de salud y educación.
Y a ese enemigo difícilmente se le combate con discursos o con concentraciones de militantes, sindicatos, asociaciones e incondicionales movilizados por las estructuras locales y federales. Porque esas movilizaciones, se reconozca o no, cuestan millones de pesos e implican que la administración pública se preocupe más por el mitín que por gobernar.
No ha lugar a polarizar de la manera en la que se hecho simplemente porque, por ahora, nadie les disputa el poder. Porque no estamos en año electoral. Porque la oposición en el Congreso no tiene, ni siquiera, poder de veto. Porque controlan la fiscalía y el aparato de justicia.
Si cabe, el único contrapeso que va quedando es el vecino del norte y a ese no se le dirigen, como a los críticos, insultos y acusaciones sin sustento. A lo más, se le recuerda discursivamente que México es independiente y soberano.
Si tanto poder se concentra en una sola persona, ¿por qué no usarlo para tener interlocución?
El poder no se erosiona por escuchar otros puntos de vista, por el contrario, se engrandece al permitir contrastar visiones de la realidad, como debe ser en una democracia deliberativa. La legitimidad del gobierno podría alimentar el diseño de políticas públicas efectivas e inclusivas. ¿Por qué no usar ese poder para unir en lugar de dividir, para acercar posturas en lugar de polarizar, para dialogar en lugar de descalificar? Al fin y al cabo, el poder para decidir está en sus manos.
Bien visto y aunque no tengan “los mismos datos”, sus denominados enemigos tienen los mismos propósitos que la presidencia: acabar con el crimen organizado y la violencia, fortalecer la democracia, mejorar los servicios básicos, mayor inversión, ampliar el mercado interno, sanear a Pemex y ampliar las oportunidades de los y las mexicanas. Lo que yo más quisiera es que la corrupción y la impunidad de verdad fueran cosa del pasado.
Las mañaneras muestran ya un rendimiento decreciente. La mitad del tiempo se usa para vender logros que difícilmente tienen sustento o son promesas irrealizables. Me pregunto si un gobierno, cualquiera que sea, tiene logros que mostrar todos los días del año o es capaz de cumplir con las promesas que se hacen a diario.
El guion de las mañaneras ha entrado en un círculo vicioso. La presidenta informa, los analistas hacen su fact checking, analizan y reviran, la presidenta los llama mentirosos, los descalifica, los agravia y los desacredita. Así todos los días.
Por qué no usar las casi dos horas que dura la mañanera para informarse de las ideas y propuestas de “los otros”, por qué no usarlas para reunirse con ellos y ellas y así escuchar sus diagnósticos y propuestas. Y, más allá de sus críticos, a quienes ella ha constituido en enemigos, ¿por qué no usar las dos horas de la mañanera para dialogar con las madres de los desaparecidos; con los estudiosos de la violencia y de las estrategias contra el crimen organizado; con los juristas de las asociaciones y colegios de abogados; con los ambientalistas; con los pequeños y medianos empresarios; con los especialistas en materia electoral; con los médicos y enfermeras; con los expertos en educación; con los padres de familia y con los cientos de miles de víctimas de las fallas del Estado?
Además de con los suyos, la presidenta ha tenido interlocución sólo con los grandes empresarios y con el gobierno de Estados Unidos. Qué bueno que la haya tenido. Pero México y el mundo van más allá. Usar el poder para no escuchar no va a resolver los problemas del país.
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