
GLORIA ANALCO
Medio siglo de privilegio estadounidense ha llegado a su fin. Arabia Saudí, en alianza estratégica con China, abre un nuevo camino para el comercio energético global al vender petróleo en yuanes.
Lo que durante décadas fue la columna vertebral del poder económico de Estados Unidos -el petrodólar- ha dejado de ser un instrumento automático de influencia, y el mundo respira aliviado.
No se trata de una guerra ni de una crisis coyuntural, sino del quiebre estructural de un sistema que permitió a Washington vivir por encima de sus posibilidades.
Cada sanción, amenaza o despliegue militar es hoy un eco de impotencia frente a un mundo que comienza a operar sin depender del dólar.
Mohamed bin Salman entendió que Estados Unidos ya no podía garantizar ni protección ni condiciones favorables. China, en cambio, ofreció inversión, tecnología, transferencia de conocimiento y respeto diplomático. Mantener todo en dólares dejó de ser, entonces, una ventaja y se convirtió en un riesgo.
Rusia, India y otros países con economías pujantes avanzan en la misma dirección: comerciar según sus propios intereses; Europa observa con desconcierto; América Latina, en cambio, puede vislumbrar oportunidades para insertarse como socio en un mundo multipolar.
En este contexto se explica la reacción desesperada de Trump, empeñado en reactivar una versión extrema de la Doctrina Monroe.
Sus amenazas, bloqueos y ultimátums hacia América Latina no buscan negociar el nuevo tablero, sino imponer un control que ya no tiene.
La fuerza militar sin respaldo económico deja de ser poder y se convierte en intimidación.
Venezuela aparece como escenario visible de esta tensión. No porque determine la política estadounidense, sino porque Trump intenta reafirmar su relevancia en un “traspatio” que siente perder, mientras los grandes jugadores -Arabia Saudí y China- ya no obedecen automáticamente.
Conviene recordar el origen de este sistema que fue tan favorable para Estados Unidos.
En 1974, Henry Kissinger selló con Arabia Saudí el pacto que dio nacimiento al petrodólar: petróleo vendido exclusivamente en dólares y excedentes reinvertidos en bonos del Tesoro, a cambio de protección militar total.
Ese acuerdo permitió a EE. UU. financiar déficits, guerras y consumo sin límites durante medio siglo, simplemente echando a andar la máquina de hacer dólares.
Pero ese privilegio fue usado para extraer riqueza global, no para construir un imperio productivo. El colapso del petrodólar revela que la hegemonía estadounidense no se sostenía por mérito propio, sino por una ventaja monetaria excepcional.
El fin del petrodólar no es un hecho aislado: redefine la arquitectura del poder global. Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad mediante su moneda. La furia de Trump no es locura individual, sino desesperación estructural.
Lo que está en juego no es Venezuela ni China, sino la viabilidad del capitalismo estadounidense tal como lo conocimos: financiar déficits sin producir y vivir del trabajo ajeno.
Mientras tanto, el mundo avanza -sin disparos ni invasiones- hacia una arquitectura multipolar basada en comercio real, cooperación estratégica y respeto mutuo.
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