Entre la renta y la identidad: respuestas frente a la gentrificación

SOFÍA GONZÁLEZ TORRES

La protesta fue legítima, el daño no lo fue. En estos días, la Ciudad de México ha vivido manifestaciones contra la gentrificación que, aunque surgen de una demanda social justa, terminan empañadas por actos de vandalismo y expresiones xenófobas. Paradójicamente, algunos de los negocios afectados son precisamente de mexicanos. El mensaje queda atrapado entre la rabia y el resentimiento. ¿Cómo traducimos una inconformidad —urgente, real y válida— en política pública con visión de justicia, no de revancha?

Lo primero es entender que quienes llegan a una ciudad también tienen responsabilidades. No basta con venir, consumir y postearlo en redes sociales. Hay que integrarse, aportar, pagar impuestos, respetar tradiciones y contribuir a las soluciones que demanda su presencia. Hoy, el reto para nuestras instituciones no es evitar la llegada de nuevos habitantes —eso sería negar el dinamismo natural de las ciudades—, sino garantizar que su presencia no signifique expulsión para quienes han construido esos barrios por generaciones.

La gentrificación va más allá de un cambio en el paisaje urbano: es un fenómeno que se puede convertir en desposesión cultural, económica y emocional. En la Ciudad de México, más de 20 mil hogares son desplazados cada año por la falta de vivienda asequible, mientras los alquileres se han disparado hasta ocho veces más que el salario mínimo. La llegada de nómadas digitales y la dolarización de los mercados inmobiliarios encarecen la vivienda y transforman el tejido social de barrios enteros. La respuesta, por tanto debe ser legislativa, estructural y basada en derechos.

Y aquí hay una oportunidad.

México puede aprender de buenas prácticas internacionales sin caer en medidas radicales o inviables como los controles absolutos de rentas. Existen rutas legislativas viables, sensatas y progresistas que ya han funcionado en otras latitudes:

  1. Zonificación inclusiva, como en San Francisco o Boston, que obliga a los desarrolladores a incluir vivienda asequible en sus proyectos. Esto evita la segregación habitacional y mantiene diversidad en los barrios.
  2. Fideicomisos de tierras comunitarias, como los de Chicago o Austin, donde la tierra permanece bajo propiedad colectiva y la vivienda construida sobre ella se mantiene asequible de forma permanente.
  3. Captura de valor del suelo, es decir, que la plusvalía urbana —generada por obras públicas o inversiones del Estado— regrese a la comunidad en forma de servicios, vivienda y espacio público.
  4. Impuestos a estancias prolongadas, como el que se discute en la CDMX para nómadas digitales. No debe verse como una penalización; es una forma de redistribución: quienes se benefician de la ciudad deben también contribuir a su sostenibilidad.
  5. Vigilancia del hospedaje digital, para evitar que plataformas como Airbnb extraigan valor sin reinvertir en las comunidades que afectan. Barcelona lo ha hecho, y no se ha cerrado al turismo: lo ha hecho más justo.

Las ciudades deben ser vivas, pero también justas. El nuevo urbanismo debe garantizar que nadie sea forzado a dejar su casa porque un algoritmo extranjero descubrió su colonia. La identidad barrial se protege con legislación, planeación participativa y voluntad política.

Por eso, frente a la demanda, la respuesta debe ser firme pero civilizada. La protesta que se desborda en violencia da argumentos a quienes quieren desestimar las causas legítimas. La gentrificación sí es un problema, pero no se resuelve a gritos. Se resuelve con leyes.

Y el mensaje es claro: si vas a venir, bienvenido. Pero también, bienvenido a ser parte de esta ciudad con todo lo que eso implica: responsabilidad fiscal, compromiso social y respeto profundo por quienes estuvieron aquí antes que tú.

Porque vivir en una ciudad no es solo habitarla. Es cuidarla.

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