GREGORIO ORTEGA MOLINA
*Al regreso, durante una breve escala que él (Salinas) hizo en esta ciudad, porque debía continuar a Tampico a causa de desastres naturales, hizo un breve aparte conmigo, a la escalerilla del TP-1. Me tomó del brazo, me vio a los ojos y preguntó:
–¿Qué puedo hacer por usted? Dígame, Gregorio, ¿qué puedo hacer por usted?
–Ser mi amigo, señor presidente.
Así concluyó nuestra muy breve relación, porque no oyó lo que pensó debería escuchar
El lujo caro de la honestidad, de Ricardo Raphael en Milenio del sábado 10 de agosto, y la República de las letras, de Humberto Musacchio en Excélsior del lunes 12 de agosto, obligan a retomar el tema de la sutil distancia conceptual, lingüística y humana entre los términos de honestidad y honradez. Definitivamente no son lo mismo, pero hoy nadie pone atención a las actitudes, sobre todo a la de los líderes, los gobernantes, los intelectuales.
En La caída y en El último encuentro, Albert Camus y Sándor Márai desarrollan la actitud y el comportamiento de sus personajes en esa ambivalencia que nutre la cultura. Gustan de sumergirse en las aguas de la honradez, y darse una ducha en las de la honestidad, y terminar por no ser lo uno ni lo otro, sino mostrarse con esa perversidad que domina a quienes rehúsan arrepentirse de sus fechorías, pequeñas o grandes.
Lo ideal es no traer detrás cola que te pisen. Lo demostró Jesús, el Maestro, cuando frente a la adúltera exigió a la turba que quien estuviera libre de culpa lanzara la primera piedra. Hace poco más de dos mil años todos desaparecieron. Hoy ocurriría lo mismo.
Estemos atentos al desarrollo y desenlace del sainete escenificado entre Rubén Rocha Moya, Andrés Manuel López Obrador, la doctora Sheinbaum Pardo, y el susto que se cargan por las declaraciones de Ismael El Mayo Zambada y la participación de Joaquín Guzmán. Lo que se exhibe, de inmediato, es el humanismo moral mexicano en el que tanto se escuda este gobierno, y es inexistente. Lo real, constable, si se revisan los videos de las mañaneras, es la actitud profundamente deshonesta del líder, y también terriblemente poco honrada, porque se hace cómplice de sus vástagos y otros familiares, al defenderlos a capa y espada.
La actitud y el comportamiento resultan, a la postre, indelebles. Poco sabemos de cómo llegamos al mundo y si sufrieron o no nuestras madres, pero desconocemos absolutamente todo acerca del modito en que falleceremos. La dignidad en la vida puede ayudar a irse en paz.
Mucho me ha costado aprender de la relación con el poder, y que hay diversas maneras de decir no a las pretensiones de quienes pueden ayudar o destruir. Está más allá del No es No del feminismo.
En 1993, poco antes del destape de Luis Donaldo Colosio, José Carreño Carlón me transmitió la invitación del presidente Carlos Salinas de Gortari a una gira por Holanda, Suecia y Bélgica, con escala, a la ida, en San Francisco, donde lo acompañaríamos a un encuentro con inversionistas de Estados Unidos.
Al regreso, durante una breve escala que él (Salinas) hizo en esta ciudad, porque debía continuar a Tampico a causa de desastres naturales, hizo un breve aparte conmigo, a la escalerilla del TP-1. Me tomó del brazo, me vio a los ojos y preguntó:
–¿Qué puedo hacer por usted? Dígame, Gregorio, ¿qué puedo hacer por usted?
–Ser mi amigo, señor presidente.
Así concluyó nuestra muy breve relación, porque no oyó lo que pensó que debería escuchar.
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