JUEGO DE OJOS/ “Ve y dilo en la montaña”

MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ DE ARMAS

James Arthur Baldwin nació en el barrio negro neoyorquino de Harlem hace 100 años, el 2 de agosto de 1924, en plena depresión. Hijo de un predicador fanático y autoritario y de una mujer cuya principal actividad fue echar hijos al mundo, se convirtió en la voz literaria de los negros estadounidenses durante las luchas civiles de la década de los sesenta.

De este escritor David Remnick dice en The New Yorker:

“[Su] obra exige que nos resistamos a las mitologías de la historia, que nos despojemos de nuestra inocencia autoprotectora y que enfrentemos la verdad de nuestra historia y nuestra condición actual. En 1962, Baldwin publicó el ensayo de su vida, un retrato de la raza, la clase, la historia y la religión, en The New Yorker. [Ahí escribió] ‘Los negros, principalmente, miran hacia abajo o hacia arriba, pero no se miran entre sí, no te miran a ti, y los blancos, principalmente, miran hacia otro lado’. ‘Y el universo es simplemente una caja de resonancia; no hay manera, ninguna manera, así parecía entonces y a veces ha parecido desde entonces, de salir adelante en la vida.’”

Carta desde una región de mi mente se titula éste, posiblemente el más conocido de sus ensayos, una formidable reflexión sobre el lugar y la condición del negro estadounidense a la luz de una realidad que Baldwin comprendió: los negros yanquis no son africanos, no son una población desplazada y colocada fortuitamente en el corazón de una sociedad ajena. Mientras ellos no cobren conciencia de esto, y los “blancos” no asuman tal realidad, la “integración” no pasará de ser una fantasía.

“El negro reconoce esto de manera negativa”, dice Baldwin, de donde la pregunta es: ¿Realmente quiero ser integrado en una casa en llamas?”

La paradoja terrible, añade, “es que el negro estadounidense no puede tener futuro en ningún lugar, en ningún continente, mientras no esté dispuesto a aceptar su pasado. Aceptar el propio pasado —la propia historia— no es lo mismo que ahogarse en él; es aprender a utilizarlo. Un pasado inventado nunca puede utilizarse; se agrieta y se desmorona bajo las presiones de la vida, como la arcilla en una sequía. ¿Cómo puede utilizarse el pasado del negro estadounidense? El precio sin precedentes que se exige —en esta hora de batalla de la historia del mundo— es la trascendencia de las realidades del color, de las naciones y de los altares.”

El amor de James por los libros era tan grande como el odio a su padre. En Apuntes de un hijo de la tierra, uno de sus más conocidos ensayos, nos presenta una brutal introducción a su vida:

“El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas horas después, nació el último de sus hijos.

“Durante el mes anterior, mientras esperábamos el desenlace de estos acontecimientos, había tenido lugar en Detroit una de las más sangrientas revueltas raciales del siglo. Unas cuantas horas después de la ceremonia fúnebre de mi padre, cuando su cuerpo aguardaba en la capilla, un motín racial se desató en Harlem […]

“El día del funeral de mi padre cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio entre gritos de injusticia, anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios mismo había orquestado, para conmemorar el fin de la vida de mi padre, la más brutal y ensordecedora tremolina. Y me parecía también que la violencia que nos rodeaba mientras mi padre se iba de este mundo había sido concebida como un correctivo para la arrogancia de su hijo mayor […]

“Había decidido rebelarme en su contra por las condiciones de su vida y por las condiciones de nuestra vida, pero cuando llegó su fin comencé a interrogarme sobre esa vida y también, de una manera no antes conocida, tuve recelos acerca de la mía”.

Resulta por lo menos asombroso, después de esta dolorosa confesión, saber que Baldwin siguió los pasos del muerto y que adolescente aún fue consagrado como ministro en la iglesia Fireside de Harlem, barrio que habría de convertirse en el centro literario e intelectual de la comunidad negra yanqui y escenario de violentas manifestaciones durante el movimiento pro-derechos civiles del siglo pasado.

Sea como fuere, en el púlpito, Baldwin se tropezó con la que sería su verdadera vocación, la literatura, aunque ese encuentro no sería evidente de inmediato y pasaría a formar parte del bagaje con el que se ensambla el espíritu de los seres humanos.

En uno de sus numerosos ensayos, casi todos salpicados con pasajes de su biografía, asentó que sus tres años en el púlpito lo convirtieron en escritor porque vivió expuesto a la gran desesperación y simultánea gran belleza de la grey a su cargo.

Baldwin dejó el púlpito y transitó por una serie de empleos manuales antes de establecerse en el barrio bohemio neoyorquino de Greenwich Village y comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en el New York Times e hizo amistad con el autor Richard Wright, quien lo ayudó a conseguir una beca en 1948 para viajar a Francia y a Suiza.

Una vez más vemos cómo, de manera que no creo accidental, una carrera literaria se entrelaza con el periodismo. Durante su estancia en el Village (crisol de nacionalidades y etnias) Baldwin fue un periodista especializado que se ganaba la vida escribiendo para los diarios reseñas de los libros que devoraba día y noche.

En 1953 publicó su primera novela, Ve y dilo en la montaña, obra en la que resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que de acuerdo a los críticos, le consagró como el más sobresaliente comentarista negro de la condición de los de su raza en Estados Unidos.

La siguiente, El cuarto de Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual; Apuntes de un hijo de la tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de ensayos y memorias de su juventud.

Baldwin es autor además de Otro país (1962), La próxima vez el fuego (1963), Blues para míster Charlie (1964), Dime cuánto hace que se fue el tren (1968), Sin nombre en la calle (1972) y los ensayos agrupados en El precio de la entrada (1985), entre otros títulos.

El abordaje de temas a partir de su condición homosexual hizo a Baldwin blanco de críticas desde los mismos círculos que se beneficiaron con su aporte intelectual y militancia por los derechos de la minoría de color. Eldrige Cleaver, uno de más notorios “Panteras Negras”, lo acusó de exhibir en su obra un “doloroso y total odio hacia los negros”.

“Supongo”, diría a su vez el autor, “que todo escritor siente que el mundo en el que nació es una conspiración contra el cultivo de su talento”.

En Carta desde una región de mi mente, se dolió:

“La escuela empezó a revelarse, por tanto, como un juego de niños en el que no se podía ganar, y los chicos abandonaban la escuela y se ponían a trabajar. Mi padre quería que yo hiciera lo mismo. Me negué, aunque ya no me hacía ilusiones sobre lo que la educación podía hacer por mí, pues había conocido a demasiados obreros con título universitario. Mis amigos andaban ahora ‘en el centro’, ocupados, como ellos decían, ‘en la lucha contra el hombre’. Empezaron a preocuparse menos por su aspecto, su forma de vestir, las cosas que hacían; pronto los encontrabas de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, en un pasillo, compartiendo una jarra de vino o una botella de whisky, hablando, maldiciendo, peleando, a veces llorando: perdidos e incapaces de decir qué era lo que los oprimía, excepto que sabían que era ‘el hombre’, el hombre blanco. Y no parecía haber forma alguna de eliminar esa nube que se interponía entre ellos y el sol, entre ellos y el amor y la vida y el poder, entre ellos y lo que fuera que quisieran.”

Baldwin nació en agosto de 1924. Y en otro agosto, pero de 1963, tuvo lugar aquella jornada histórica en que millones de yanquis escucharon en Washington a Martin Luther King pronunciar la oración que bajo el título “Tengo un sueño”, habría de convertirse en el programa de la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos y en otras regiones del mundo.

Dos existencias destinadas a cruzarse. Baldwin y King tienen mucho de vidas paralelas. Negros, hijos de predicadores y ellos mismos ministros de culto, homjbres de gran potencia intelectual, inconformes, creativos y atormentados por la obsesión de un cambio posible y de una vida mejor.

“Tengo el sueño”, exclamó King ante miles de ciudadanos reunidos en Washington el 22 de agosto de 1963, “de que mis cuatro pequeños hijos un día habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por la entereza de su carácter”.

Baldwin, por su parte, escribiría en un recuerdo sobre su niñez en Harlem: “Sabía que era negro, desde luego, pero también sabía que era inteligente. Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia, incluso si pudiera aplicarla, pero eso era lo único que poseía”.

Baldwin estuvo entre los oyentes de King aquella jornada y luchó a su lado. Producto de varias minorías -negro, pobre, homosexual, periodista y escritor- supo que además de su participación intelectual debía ensuciarse las manos como militante y viajó por las regiones de mayor discriminación racial de Estados Unidos. Producto de esas jornadas fueron los libros Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.

Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y llegó a la conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la violencia. Después del asesinato de sus mentores Martin Luther King y Malcolm X, Baldwin regresó a Europa, en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su existencia, sino que encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor. “Una vez inmerso en otra civilización”, escribió, “te obligas a examinar la propia.”

Al terminar de redactar estas líneas, por una extraña asociación de ideas recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un ruiseñor, y me pregunto si, guardadas las distancias y circunstancias, James Baldwin podría ser considerado el Atticus Finch de los derechos civiles de los negros en Estados Unidos.

4 de agosto de 2024

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