DULCE MARÍA SAURI RIANCHO*
SemMéxico, Mérida, Yucatán. Atendiendo a una invitación de la Cámara de Diputados, la semana pasada asistieron las ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia para dar su opinión sobre la iniciativa de reforma al Poder Judicial federal, que será votada por la próxima legislatura.
Es necesario tener presentes varias cuestiones que pueden contribuir a crear una opinión informada sobre las trascendentales medidas que la mayoría morenista se apresta a tomar apenas tome posesión de sus curules el 1o. de septiembre.
No dejó de preocuparme la tácita aceptación de la inevitabilidad de la reforma judicial en los términos en los que fue enviada por el presidente López Obrador.
Ministras y ministros (excepto Lenia Batres Guadarrama) llamaron la atención de las y los legisladores sobre los daños que acarrearía la elección de sus sustitutos, de los jueces de distrito y de los magistrados, cerca de 1,700 personas de muy alto nivel profesional, pero ninguno/a de ellos dio a sus planteamientos una dimensión histórica.
Partamos de que la iniciativa del presidente López Obrador para elegir mediante voto popular a los ministro/as de la Suprema Corte de Justicia no es una novedad. Ellos (puros hombres) fueron electos en la segunda mitad del siglo XIX, hace más de 150 años, porque triunfó una propuesta conservadora (sí, leyó usted bien, amiga/o lector/a) centralista, que aparece en las Siete Leyes de 1836 y se reiteró en las Bases de 1843, también conservadoras, que de esa forma les quitaban a los estados —por su rechazo al federalismo—, la posibilidad de proponer al Congreso a los ministros para que fueran electos, como establecía la Constitución federal de 1824.
Este modelo lo conservó la Constitución de 1857 bajo el argumento que en el caos nacional de la época sólo el Poder Judicial se había mantenido funcionando.
Al general Porfirio Díaz le vino bien para reforzar su control, por lo que se mantuvo durante su largo periodo de gobierno (33 años).
También le gustó al dictador Huerta la forma de designar ministros, pero cuando triunfó la Revolución y se convocó al Constituyente de Querétaro en 1917, las cosas cambiaron. Resulta que los responsables de aprobar la nueva Constitución (que entró a discusión como una iniciativa de reformas a la de 1857, pero durante los debates fue transformada en un nuevo pacto social), eliminaron la elección de los ministros de la Corte, porque, aducían, el poder Judicial se había dedicado al servicio de las dictaduras de Díaz y de Huerta.
Entonces dieron marcha atrás más de 90 años, para regresar al modelo federalista de 1824. Reitero: nuestro proyecto constitucional vigente NO contempla la elección de ministros por voto popular por las terribles experiencias de décadas de dictadura y control de la justicia por el presidente de la república.
Como durante casi seis años se ha establecido un extraño gusto de girar hacia atrás las manecillas del reloj de la historia, considero mi deber alertar de otra dimensión de la reforma judicial y del retroceso en términos del pacto federal que entraña, porque, ¿quién dice que la elección se limitará a las y los integrantes del poder Judicial federal?
Más temprano que tarde también lo serán magistradas y magistrados de los tribunales estatales, incluyendo quizá a sus jueces. ¿Quiénes los propondrán y harán campaña para obtener la mayoría de los votos? ¿Con el apoyo de los partidos, del crimen organizado, o del INE?
El poder Judicial federal no es intocable en su conformación ni en la duración del encargo de sus ministros. En 1935, como parte de la toma de control del aparato de gobierno, el presidente Lázaro Cárdenas cesó a 16 ministros, nombró a 21 y reasignó solo a 3.
Con algunos cambios en 1951 y 1955, llegamos a diciembre de 1994, cuando el presidente Ernesto Zedillo envió una iniciativa para transformar al poder Judicial, tanto federal como de los estados y del entonces Distrito Federal, así como de la Procuraduría General de la República. Se mantenía el mecanismo de propuesta del presidente de la república, pero se introdujo la exigencia de ratificación por el Senado.
Se estableció, asimismo, el impedimento para que gobernadores, secretarios de gabinete presidencial, diputado/as o senadores, ocuparan un asiento en el máximo tribunal del país. De 26 ministros y ministras que fueron jubilados, el máximo tribunal fue reducido a sólo 11, cuyos relevos se programaron escalonadamente. Las ternas propuestas por el presidente de la república al Senado recibieron la máxima atención de las y los legisladores.
Debatidos los perfiles, quedaron los mejores hombres y una sola mujer, Olga Sánchez Cordero, como integrantes de la Suprema Corte de Justicia en su nueva época.
Para muchos gobernadores, es irresistible la tentación de intervenir en el poder Judicial de su estado y moldearlo a su imagen y semejanza. Pongo como ejemplo a Yucatán, que entre 2010 y 2022 ha vivido dos reformas de gran calado. En 2010 se incrementó el número de magistrado/as de 5 a 11, lo que implicó que la titular del Ejecutivo pudiera proponer a seis nuevos magistrado/as de un jalón.
En mayo de 2022, una vez más se modificó la integración del máximo órgano de justicia de Yucatán, que pasó a conformarse por 15 magistrado/as. De los relevados, ocho solicitaron su retiro, tres se ampararon contra la arbitrariedad del Congreso del estado —y ganaron. Continuarán en el cargo hasta su conclusión—.
Pero el gobernador propuso a 12 nuevos integrantes del Tribunal Superior de Justicia de Yucatán.
Todos estos cambios, ¿sirven para que la justicia funcione mejor, para que las personas encuentren cobijo y atención en sus necesidades? Difícil saberlo. Pero, sin duda, los tribunales estatales —penales, civiles, familiares— son los que más cerca están de la ciudadanía, a ellos acuden cuando necesitan la protección de la justicia.
El poder Judicial federal, vía el juicio de amparo, tiene una presencia importante en la vida cotidiana de la gente. Fortalecer, no debilitar, los mecanismos de relación entre jueces/juezas y la ciudadanía es una tarea impostergable.
En el diálogo entre poderes: Judicial y Legislativo, hay que tender puentes. La mayoría no puede actuar con la arbitrariedad de 2019, cuando desapareció el Seguro Popular y lo sustituyó por un fantasmal Insabi, que ya pasó al cementerio de las instituciones inútiles, dejando a su paso una cauda de muerte y dolor. Esta experiencia tan cercana con la salud, debería servir para que Morena y sus aliados políticos, el presidente saliente y la presidenta entrante, reconsideren.
Sí se puede, sí se debe reformar al poder Judicial federal, aunque supuestamente ya se hizo en 2021. (Por cierto, ¿qué pasó con esa gran reforma? ¿Se esfumó junto con la conclusión de la presidencia de Arturo Zaldívar?).
El naufragio de la justicia tendría iguales o mayores efectos en la vida diaria de las familias que el desastre de salud que la próxima administración habrá de afrontar. No le aumenten la carga a la presidenta, legisladores de la mayoría. Actúen con la serenidad y la visión que faltaron en 2019,
*Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán