El precario equilibrio ha sido vulnerado en la administración del presidente López Obrador
DULCE MARÍA SAURI RIANCHO
SemMéxico, Mérida, Yucatán. En unos días, el 18 de febrero, diversas organizaciones de la sociedad convocan a la “Marcha por Nuestra Democracia”.
La expectativa es que en todo el país la ciudadanía acuda a manifestarse por la preservación de un valor, la democracia, que está en el centro de la convivencia pacífica.
Vale hacer algunas precisiones para tratar de asir este concepto, un tanto volátil y etéreo, de difícil detección en la vida cotidiana de las personas, de las cuales casi cien millones tienen derecho de votar el próximo 2 de junio.
La Constitución, que cumplió hace unos días 107 años de vigencia, considera a la democracia “no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo” (1).
No basta entonces con un gobierno electo democráticamente para respetar el mandato constitucional, sino que se obliga a dar resultados tangibles en cuanto a la seguridad, la salud, el empleo, el combate a la violencia hacia las mujeres y un largo etcétera que toca todos los órdenes de la vida colectiva.
Las bases de la democracia como sistema de vida y forma de gobierno están asentadas en la participación popular y en la representación, dos de sus mecanismos que alimentan el denominado “gobierno del pueblo, para el pueblo”.
Participamos para elegir a quienes serán nuestros representantes, para conformar los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Lo hacemos cuando esa representación se pronuncia para conformar los órganos constitucionales autónomos, como el Banco de México, el INEGI, el INAI, entre otros. La división de poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial es piedra angular de la democracia.
Muchos años y zozobras tuvieron que vivirse para que la letra de la Constitución adquiriera vigencia, que solo fue posible lograr cuando se pusieron los medios para acotar el desmedido poder del presidente de la república sobre los otros dos: el Congreso y la Suprema Corte de Justicia.
El precario equilibrio ha sido vulnerado en la administración del presidente López Obrador, que ha logrado recapturar al Congreso a través de la mayoría oficialista de Morena y sus aliados, y ha iniciado una feroz arremetida contra el poder Judicial. Esta polarización y enfrentamiento se dejó ver el pasado 5 de febrero, cuando por primera vez en muchos años —no recuerdo cuántos— el Ejecutivo no acudió a Querétaro, al Teatro de la República donde fue aprobada la Constitución vigente, sino decidió hacer su propia “fiesta” en el Palacio Nacional.
A menos de ocho meses de concluir su encargo, el presidente decidió “disparar” varias iniciativas de reforma constitucional, entre las cuales destacan las relacionadas con la nueva conformación del poder Judicial, y la de un sistema de pensiones que pueda jubilar a las y los trabajadores con su último salario completo.
Parece que esta última iniciativa —las pensiones— tiene un consenso previo por parte de las distintas fuerzas políticas, siempre y cuando el gobierno obradorista transparente el origen de los recursos públicos que se emplearán para “completar” la jubilación al cien por ciento del último salario.
Veamos la más polémica y peligrosa de las iniciativas presidenciales: las reformas al Poder Judicial. La propuesta más llamativa es la elección de ministros, magistrados y jueces, en las urnas. Como si fueran candidaturas a la diputación que saldrían a buscar el voto de la ciudadanía para poder ganar y llegar a impartir justicia.
No se necesita ser una erudita para prevenir las consecuencias de elegir popularmente a estos personajes. Ni tampoco se requiere bola de cristal para pronosticar el triunfo de aquellos apoyados por el partido mayoritario, al cual le deberán lealtad sobre todas las cosas.
Desde 1995, cuando el poder Judicial vivió una reforma profunda, las y los ministros de la SCJN son electos por mayoría de dos terceras partes del Senado, de una terna que envía el presidente de la república.
Contra el espíritu de la reforma que equilibró el número de ministros a proponer por cada periodo presidencial, López Obrador al término de su mandato habrá intervenido activamente en la designación de 5 de los 11 actuales integrantes de la SCJN, cuando durante su periodo solo le hubiera correspondido proponer a tres. Pero obligó al ministro Medina Mora a renunciar bajo acusaciones nunca probadas de corrupción y en una maniobra inusitada, ante la renuncia anticipada de Arturo Zaldívar, envió recientemente una terna rechazada dos veces en el Senado, dando pie a la utilización por primera vez del mecanismo constitucional de nombramiento directo por parte del presidente de la república. Cualquiera diría: ¿no es suficiente?
Parece ser que habiendo fracasado su estrategia de “colonización” y control de la SCJN, ahora va por su desaparición vía “nocaut” constitucional.
En la iniciativa también incorpora el presidente López Obrador la eliminación del Consejo de la Judicatura, su sustitución por un tribunal de disciplina, que actuaría cuando alguna resolución o sentencia incomode al poder Ejecutivo.
Busca también reducir el periodo de las y los ministros, disminuir sus emolumentos y eliminar las pensiones vitalicias, mecanismo establecido para garantizar la independencia judicial. Esta iniciativa huele a venganza y a un trasnochado intento de control sobre el poder Judicial, único que le ha puesto límites al desbordamiento de sus facultades.
Con este paquete de iniciativas, el presidente López Obrador se mete de lleno a la campaña electoral. A sus seguidores les dirá que para poder materializar estas disposiciones se requiere ganar la mayoría de dos terceras partes del Congreso de la Unión, para “borrar” de una vez por todas a quienes se oponen a la concentración de poder en la figura presidencial.
Pero no queda solo ahí. También le escribe la cartilla a quien pretenda sea su sucesora. Y ¡ay de Claudia si se sale un milímetro del guion presidencial!
Marchar por nuestra Democracia es hacerlo por las instituciones de la república que tutelan la división de poderes. Es mostrar la fuerza ciudadana para exigir a las y los representantes que verdaderamente lo sean del pueblo, no de una figura carismática que muy pronto dejará formalmente su responsabilidad. Es también decir con pasos enérgicos que este gobierno nos debe mucho para plasmar en la vida de las y los mexicanos el mandato constitucional de su mejoramiento permanente.
Salvar a la república es tarea diaria de millones de ciudadanas y ciudadanos. Con los partidos políticos, sin ellos o en contra de ellos, es por nuestro futuro.
#nuestrademocracianosetoca.— Mérida, Yucatán.
(1) Artículo 3º Constitucional, apartado II, inciso a.
*Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán.