MIGUEL ÁNGEL LÓPEZ FARÍAS
A principios del siglo pasado, México transito diez años de una revolución armada que arrojo cerca de un millón de muertos, el país se hizo trizas en lo económico, social y político. La nación se había convertido en un hueso que era disputado por las fauces de decenas de grupos armados, ejércitos irregulares, estados de la República con sus tropas luchando contra otras entidades. Las tropas federales fueron insuficientes para aplacar los ríos de sangre sumado extraño denominador común: la traición entre los jefes revolucionarios… hoy sería, la pelea por las plazas.
La única manera de meter en cintura a todos esos caudillos que exigían un lugar en la silla presidencial fue legalizar sus banderas, hacerlas institucionales, enterrando todas las atrocidades y ríos de muerte para no solo un perdón y olvido, sino concederles un espacio en la mesa del poder …los machos revolucionarios se bajaron del caballo y ahora eran parte de la repartición del botín llamado México. La revolución, sin haber cumplido a cabalidad con la promesa de una verdadera democracia (70 años del PRI en la presidencia no es muy demócrata) o de igualdad y justicia social no acabo con la pobreza, la inclusión de los campesinos y su famosa tierra y libertad ha sido un buen deseo , la revolución había cumplido al aplacar la metralla y dejar que se enterraran los cientos de miles de muertos . La gran lección de la historia es que los finales felices no existen, solo las mesas en dónde se puedan dar los pactos y que esos sirvan para cerrar algún trauma social, cómo puede ser una revolución armada o un estado de violencia.
Llevamos varias décadas en México llevando una doble vida, la de un supuesto estado de derecho que rige a todos y todas y el clima de violencia que aplican los carteles. El amasiato entre la ley y el crimen es resultado de los errores de distintos gobiernos y la «institucionalización» de la corrupción como parte de sus «leyes no escritas». Los carteles de las drogas son superiores a los propios partidos políticos, sus siglas, aunque no aparezcan en la boleta, llegan a tener más peso en los resultados finales.
Los carteles y su imperio de terror son dominantes y ni este, ni los gobiernos que le antecedieron han podido o querido ir a profundidad en contra de ellos. Respiramos el dejavu de aquel ejército federal cazando a las tropas revolucionarias de 1910 a 1920.
Ojo: de ninguna manera se compara aquella lucha y sus caudillos con lo que hoy ocurre con los capos de las drogas, pero un hilo aproxima a ambas realidades, que la federación no pudo ni podrá ganar por la vía de las armas.
El sentido común, y una dosis de historia nacional, nos señalan que el camino, si se quiere de verdad recuperar la paz, es el de un acuerdo, con tintes de regularización de una actividad que ha generado mucho daño ,pero que no se le ve como exterminarla .
Ahí está la mayor de las preguntas y nos la tenemos que hacer con toda honestidad: ¿Cómo habrá de ganar el estado mexicano a los grupos del crimen organizado sin llegar al millón de muertos?
Solo medidas drásticas son posibles para una nación que repite el infierno de una revolución armada. Es polémico, pero es intuitivo y tal vez, cuando el gran pacto ocurra, ni nos enteraremos.