Revolución y dictadura

El pueblo mexicano ha avanzado más de prisa que sus caudillos. José Vasconcelos

FLORENCIO SALAZAR (SemMéxico, Chilpancingo, Guerrero). Los nacidos en la mitad del siglo XX crecimos en el régimen de la Revolución Mexicana. Nos educamos con la épica de los centauros y la narrativa de hazañas populares; también con el eco de las tragedias por los enfrentamientos armados de las corrientes revolucionarias. De los asesinatos de Madero en la cárcel de Belén, de Carranza en Tlaxcalantongo, de Villa en Casas Grandes, de Zapata en Chinameca, de Serrano en Hiutzilac, de Arnulfo Gómez en Veracruz y de Obregón en La Bombilla.

Nos imaginamos la toma de Zacatecas y la batalla de Celaya entre Pancho Villa y Álvaro Obregón. La Historia de la Revolución Mexicana de José Mancisidor –mi texto de secundaria– está ilustrado por los maestros de la gráfica popular, como Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins. Sus grabados representan momentos heroicos de la Revolución y episodios de explotación de campesinos y obreros. Resaltan grotescas figuras de la clase porfirista y de los extranjeros de las compañías petroleras.

Las Memorias de Pancho Villa de Martín Luis Guzmán, Tropa vieja de Francisco L. Urquizo, El Rey viejo de Fernando Benítez, Los de abajo de Mariano Azuela y la biografía de Lázaro Cárdenas, también de Benítez, fueron grabando en mi memoria los ideales de la Revolución: el reparto agrario, el respeto al derecho de huelga, la expropiación petrolera, el muralismo y la educación popular, el libro de texto gratuito, las monumentales instalaciones de salud pública. Por supuesto, los malos fueron y son Porfirio Díaz y Victoriano Huerta (en el Siglo XIX Antonio López de Santa Ana).

Leíamos en los periódicos el repudio a la dictadura de Francisco Franco y sobre el exilio español. Los jóvenes nos identificábamos con la revolución cubana; las imágenes del Che y Fidel, antes emblemáticas, ahora son un desencanto. En aquellos años teníamos en el vecindario varias dictaduras: Duvalier en Haití, Trujillo en República Dominicana, Somoza en Nicaragua y, para terminar el siglo, Efraín Ríos Montt en Guatemala. Actualmente a Daniel Ortega en Nicaragua. Quizá –ya como jóvenes– comprendimos el dramático significado de la dictadura con la muerte del presidente Salvador Allende y el régimen de terror de Augusto Pinochet en Chile. Igual por el militarismo en Perú, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay. Sabemos del éxodo de los venezolanos, del desastre económico de esa potencia petrolera y de la destrucción de sus instituciones por la voluntad de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Afortunadamente, los actuales mexicanos no tenemos la experiencia de la dictadura.

Cuando estuve a cargo del Plan Puebla Panamá, por encargo del presidente Vicente Fox, recorrí en varias ocasiones Centroamérica. En Guatemala me invitó a cenar el presidente Alfonso Portillo. Fui informado que seríamos cuatro los asistentes: el mandatario, el ministro de Planeación, la embajadora de México Carmen Moreno y yo. Ya ubicados en la mesa dijo el presidente que llegaría el líder del Congreso. Se trataba del sanguinario ex presidente Efraín Ríos Montt. El presidente Portillo mudó de su amable conversación a una posición rígida en la que apenas si habló. Ríos Montt no tuvo empacho en mostrar su molestia por México. No obstante, lo seco de su parte yo conversé con la cordialidad posible. Incluso le ofrecí un ejemplar del Diccionario Parlamentario de Francisco Berlín Valenzuela, reeditado por la LV Legislatura de Guerrero que me tocó coordinar. Se lo envié con una misiva que no tuvo respuesta.

Estar contiguo al dictador guatemalteco y advertir la conducta del presidente de ese país, a pesar del aplomo tenido con él, sentí ese fluido de poder desconsiderado, esa fuerza destructiva que representaba el sujeto, comprobada por sus modos arrogantes y hasta pendencieros: “¿Qué busca México en Guatemala en Centroamérica, ministro? Porque ustedes sólo vienen acá para ver que se llevan”. Le respondí que la integración centroamericana con México ayudaría fundamentalmente istmo porque las empresas mexicanas ya estaban en la zona. También le enumeré la cantidad de veces que México apoyó con recursos, maquinaria y hasta el ejército ante sismos y huracanes. Ríos Montt se mantuvo con cara de palo.

He leído novelas sobre dictadores: Tirano Banderas de Valle-Inclán, La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, Maten al león de Ibargüengoitia, el señor presidente de Miguel Ángel Asturias, Yo el supremo de Roa Bastos, El otoño del patriarca de García Márquez y La fiesta del Chivo de Vargas Llosa. La literatura tiene el poder de transformar la narrativa en hechos por lejanas que estén las historias en lugar y tiempo. Vivir lo imaginado. Por ello, es mejor exagerar que sufrir las consecuencias. No esperemos, pues, a experimentar en cabeza propia. Ningún poder se controla solo.

En el México de hoy nuestro compromiso debe ser con la democracia y seguir contando con la lealtad constitucional de las fuerzas armadas.

Estemos atentos. Cuando se va perdiendo la institucionalidad de una República y la voluntad nacional la encarna un solo hombre, la sombra de la dictadura empieza a caer sobre la luz pública. Los tiempos que vivimos los mexicanos exigen la observancia meticulosa de la Constitución, la preservación de la división de poderes y los tres órdenes de gobierno, el respeto a los derechos políticos y de manera enfática de las garantías de expresión y asociación. Sin poder ciudadano todo puede pasar.

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