LECTURAS CON/ Scrooge y las paparruchas navideñas

A la memoria de mi suegro, profesor Gilberto Vázquez Moreno, en su décimo aniversario luctuoso

JOSÉ ANTONIO ASPIROS VILLAGÓMEZ. Recordarán los lectores que Ebenezer Scrooge odiaba la Navidad;  “eso para empezar” (aprovechemos esta frase escrita en otro contexto al inicio del cuento de Charles Dickens, A Christmas Carol Canción de Navidad, que en 2023 cumplirá 180 años de haber sido publicado y que Netflix presenta ahora como película de monitos, un musical, para quienes no leen).

Recordarán también que el gruñón prestamista inglés sufrió una metamorfosis (aunque no como la de Gregorio Samsa en la novela homónima de Kafka) luego de haber tenido viajes a su pasado, su presente y su futuro acompañado por diversos espíritus o fantasmas, pero invisibles como los dos ángeles de Las alas del deseo, la famosa película del director alemán Wim Wenders.

Para recordar el relato leímos la edición de Canción de Navidad (201 páginas) publicada en 2021 por Planeta en su colección Austral. Colección que también incluye Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi, sobre un muñeco de madera que también acaba de ser llevado al cine en la cinta Pinocho de Guillermo del Toro, y podrá verse gratis el 30 de diciembre en el Zócalo de la Ciudad de México después de la verbena popular.

Pero volvamos con Scrooge, cuyo sobrino llegó a desearle feliz Navidad y el viejo cascarrabias le contestó: “¿Bah! ¡Paparruchas… A la porra con tu feliz Navidad” y lo cuestionó por ser pobre y feliz a la vez. “Paparruchas” era su adjetivo favorito para juzgar todo lo que para el resto de la gente era motivo de alegría. Recordemos que su apellido se traduce como “tacaño”.

Con una mezcla de terror y determinación, Scrooge recibió en los días de Navidad (no olvidar que el cuento data de 1843) las sucesivas visitas nocturnas, primero del fantasma de su socio ya fallecido, Jacob Marley, y en las noches siguientes las de los espíritus que éste le anunció que llegarían.

En la primera ocasión, al oír ruidos de cadenas que se arrastraban al subir la escalera, atinó a decir “¡No son más que paparruchas! ¡No me lo creo!”, aunque temblaba “hasta la médula de los huesos”.

En este relato que está clasificado como lectura juvenil, Dickens hace gala de su estilo descriptivo tanto de los personajes como de los escenarios y el cálido ambiente navideño -claro, no en la casa de Scrooge- y hasta describe a los pobres que, felices, van a cenar un ganso que llevaron a hornear a la panadería. También nos lleva a conocer la deprimente oficina de Scrooge y el oscuro rincón asignado a su secretario.

Y ayudan a captar mejor la historia, aunque desde su inicio se percibe el desenlace, tanto los dibujos sin crédito que acompañan la edición de Austral en cada estrofa (capítulo), como las notas a pie de página, a nuestro parecer innecesarias, para explicar el significado de algunas palabras.

Aparecen diversos personajes en esta historia, pero uno de ellos, el niño lisiado Tiny Tim, rompe los corazones hasta del propio Scrooge  ya converso (“Oh, no, buen espíritu: ¡dime que se salvará!”), porque a la manera de Rocamadour, el hijo de La Maga en Rayuela, de Julio Cortázar, muere en el transcurso del relato.

Debe haber sido el fantasma de Tiny Tim el que se le apareció a Scrooge fuera del cuento de Dickens, porque así como el conde Drácula logró llegar a la Ciudad de México a través de la novela Vlad (Alfaguara, 2010), de Carlos Fuentes, Scrooge lo hizo -otra vez invisible y acompañado- en una Navidad reciente.

Así cerró el círculo: a los fantasmas de las Navidades pasadas, presentes y futuras de la época victoriana, que desfilan por el cuento del también autor de Los papeles póstumos del club Pickwick, se unió el de las Navidades recientes para mostrarle el ambiente que había en La región más transparente, como se tituló otra novela de Fuentes relativa a la capital mexicana y en especial a la colonia Roma.

Scrooge vio primero la celebración de las posadas: con Nacimientos, arbolitos, piñatas, ponches, colaciones y letanías en algunos hogares; con hartazgo de comida y bebida sin mayor espíritu navideño -o sólo como pretexto- en otros. En el primer caso recordó la cena en la casa de su sobrino, a la que finalmente había llegado luego de su metamorfosis mental.

El problema fue cuando Tiny Tim lo paseó por los centros comerciales, donde se espantó de los tumultos y empujones para comprar lo que le parecieron paparruchas, y las inmensas filas para pagar, así fuera en las cajas donde el cliente escanea directamente los códigos de barras con los precios.

Vio esa especie de saturado campo de concentración que es la peatonal avenida Madero hasta llegar a la romería en el Zócalo, y viajó apretujado a pesar de ser etéreo, cuando fue subido al Metro y luego al Metrobús, porque los taxis, ni soñar con encontrar uno libre, ni siquiera de los llamados “de aplicación”.

Peor, cuando se colaron a un automóvil atorado como todos en el Anillo Periférico, que tardó horas en avanzar unos cuantos kilómetros y además se perdió por la maraña de salidas con desniveles que forman segundos y terceros pisos viales.

“Espíritu -rogó-, regrésame a mis tiempos. Aquí está lleno de paparruchas como les llamaba antes las Navidades; no entiendo las caras de felicidad de esta multitud enfebrecida.”

Que tenga usted felices fiestas. Nos reencontraremos en enero.

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