SARA LOVERA* (SemMéxico, Ciudad de México). La llegada de Andrés López Obrador a la presidencia de la república, para los sectores progresistas de México, significó el cumplimiento de una meta. Desde los años 70, la Revolución mexicana se había agotado en su propósito de reivindicar a los sectores más desfavorecidos del país.
Sin duda, “Primero los pobres” era y es un lema prometedor. Lo primero que pensamos es en una reforma fiscal para la redistribución de la riqueza, en una estrategia económica para la pobreza, donde surgiera la generación masiva de empleos y la dignificación de millones de mujeres trabajadoras informales. Creímos en lograr las metas de una democracia que pasara de los buenos deseos a la participación igualitaria y creciente de hombres y mujeres en igualdad.
Sabíamos de las dificultades y los intereses, sin duda. Estábamos celebrando el camino trazado 30 años atrás para dar contrapesos al poder, con el respeto a una ciudadanía que iba madurando en temas fundamentales, como la promoción de los derechos humanos de todas y de todos. Soñamos con la república genérica, de la que habla la doctora Marcela Lagarde y de Los Ríos, donde la paridad —elevada a derecho constitucional— trajera a la gobernabilidad aires frescos, rescate de la experiencia de las mujeres y elecciones para las mejores, que hay muchas.
Lo cierto es que hoy tenemos un enorme desencanto, una frustración tremenda. Las decisiones del vecino de Palacio Nacional, unipersonales, caprichosas, desde una mirada reaccionaria y patriarcal, empezaron por hostigar y hacer una política anticiudadana. La circular 1 que prohibió a su gabinete apoyar proyectos ciudadanos y feministas, además de violar la ley, significó una primera sorpresa.
Después vendría el ahogamiento de los fideicomisos —muchos sociales y necesarios—, el desmantelamiento sistemático de la política de género, creada y sostenida por sociedad y gobierno, donde las mujeres feministas organizadas habían empeñado durante 40 años conocimiento, creatividad, empuje y compromisos.
La vida se les fue en la protección de la tierra a decenas de ecologistas; sacrificios y muerte de decenas de hombres y mujeres periodistas, promotores del cambio, a quienes hostiga y persigue el señor presidente. Muchas y muchos ahora mismo son presas de la persecución y el homicidio.
La narrativa presidencial en estos cuatro años abonó, sin duda, a la división entre las y los mexicanos. Es la histórica lucha de clase, pero sentimental y peligrosa, sin programas de cambio económico, porque a las grandes corporaciones capitalistas no se les ha tocado un pelo.
Creció la pobreza en 3 millones más de personas. La creación de empleos, de un millón al año —se decía— ahora es de un millón en cuatro años; se han pervertido instituciones como la Comisión Nacional de Derechos Humanos y desmantelado programas y acciones, como las de protección a víctimas. Y no ha disminuido ni la violencia estructural ni la violencia contra las mujeres.
La cereza del pastel, incomprensible, es la fuerza que ha dado esta administración a las Fuerzas Armadas en el terreno de la economía, la gestión comunitaria y la seguridad. Organismos internacionales de derechos humanos descalifican esta política. El presidente, en más de 12 catilinarias que llama informes de gobierno, dice que vamos bien. No atino a identificar su política, ahora llamada por él humanismo mexicano. No entiendo, a menos que ahora vaya contra el laicismo mexicano, contra quienes construyeron con sangre las libertades. De verdad, no entiendo; las dádivas no son productivas y generan solamente su íntimo deseo: el culto a la personalidad y una lealtad a toda prueba. Veremos…
*Periodista, directora del portal informativo SemMéxico.mx