SARA LOVERA* (SemMéxico, Ciudad de México). Los asesinatos de Debanhi Escobar Bazaldúa en Nuevo León, de Cecilia Monzón en Puebla y de Luz Raquel Padilla Gutiérrez en Guadalajara, en los últimos tres meses, tienen origen y condiciones distintas.
Estos generaron gran atención de la población y los medios, y mostraron una vez más la incapacidad de las autoridades que violan la ley. No me refiero sólo a lo que nos invade y enfrenta reducido al castigo.
Estos tres asesinatos —entre miles cada año— son muestra inequívoca de cómo la violencia contra las mujeres es resultado de la condición de discriminación, exclusión y humillación que vivimos todas en pleno siglo XXI.
Es violencia feminicida, inscrita en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) que se promulgó hace 15 años. La primera de carácter integral para prevenir, atender sancionar y erradicar la violencia contra niñas y mujeres. Modificada 13 veces, en la práctica ni se conoce ni se respeta ni se aplica ni tiene los recursos económicos para operar. Sin resultados, sin instituciones eficaces y sin programas obligados y acciones transformadoras que plantea.
La LGAMVLV explica didácticamente cómo, tras la violencia contra las mujeres, prevalece el ejercicio del poder patriarcal. Los casos mediáticos —hay que fijarse— son apenas la punta del iceberg, aparentemente en ámbitos distintos: la de un ambiente de criminalidad (Debanhi y la trata y explotación sexual de personas), la de pareja (el caso de la abogada Cecilia Monzón) y una violenta vida comunitaria.
En Nuevo León, Puebla y Jalisco —entre 23 entidades— está declarada la Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres (AVGM), convertida en ariete político y superficial, cuyas recomendaciones están sin cumplir. Sólo producen reacciones reducidas y asombros que no cambian asuntos de fondo, menos cambios para la vida de las mujeres.
Persiste la narrativa del poderío de los hombres y su sistema de relaciones sociales, políticas, económicas y culturales, donde nacen y se multiplican condiciones de inseguridad, riesgo y vulnerabilidades contra las mujeres.
Hace 15 años, esa y otras ocho leyes obligan al Estado, a los tres órdenes de gobierno y a la sociedad a realizar acciones coordinadas y sistemáticas en todos los ámbitos para atajar la situación de discriminación y violencia contra las mujeres en todo, pero los gobiernos, enfrascados en su lucha de poder siguen sin oír.
Ha privado en cambio, el reduccionismo, la visión corta, la indiferencia, la simulación y la superficialidad mediática. Ambiente agravado, hoy, por la pedagogía sistemática del discurso confrontativo e irresponsable desde Palacio Nacional.
Tiempo dolorosamente perdido, indiferencia al diagnóstico, a estudios, análisis, instituciones, programas, protocolos y miles de otras cosas reducidas a discursos vacíos, tras los hechos ampliamente conocidos de los feminicidios en Ciudad Juárez, Chihuahua, hace 28 años, que conmovieron a la nación.
Por ello, llama la atención la diarrea de mea culpas y asombros y la insulsa interrogante: ¿Cómo y porque sucede?
Es tiempo de reclamar resultados al Programa Integral a que obliga la LGAMVLV y la operación y seguimiento del Sistema Nacional —coordinación federal, estatal y municipal— que debe presidir el o la secretaria de Gobernación en turno, rendición de cuentas que la Ley obliga hacerlo cada seis meses y entregarlo al Congreso de la Unión.
Llegó el tiempo de abandonar ejercicios estériles, de inventar particularidades para cumplir la ley, dar sentido a las cuestiones de fondo, eliminar la impunidad y las turbias desviaciones. Es hora de acabar con los agravios y los escándalos mediáticos para sacar del sótano a miles de mujeres invisibles. Veremos…
*Periodista, directora del portal informativo SemMéxico.mx