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LILIA CISNEROS LUJÁN. En medio de tantos cambios sociales, lo normal es que se haga manifiesta una emoción no muy agradable, que nos muestra algún peligro real o supuesto. Dicha emoción primaria aparece en todo tipo de vida animal y se deriva de la aversión a cualquier tipo de peligro real e incluso imaginario. Si eres un bebé que por nueve meses te has sentido seguro por la cercanía a quien te provee de alimento, entorno estable en términos de temperatura y ausente de riesgos, es normal que te provoque temor la lejanía de tu madre. Te da pavor el abandono si tu mamá sale por unos minutos a la cocina o al baño[1]y al igual que ocurrirá cuando te digan que es tiempo de presentar tu renuncia al trabajo que te dio sustento por varios años, se producirán cambios biológicos como aumento en la presión arterial, cambios en los niveles de azúcar y por supuesto en la actividad cerebral que se pondrá en alerta o en reacción pasiva extrema según sea la experiencia de cada quien.
El terror entonces es normal ante cualquier tipo de cambios y según los desarrolladores de recursos humanos, son el pavor al rechazo o al fracaso los más comunes como una forma de sublimar el pánico al abandono que todos sufrimos en nuestra edad de mayor dependencia en el desarrollo infantil. ¿Te reñían cada vez que llorabas por la ausencia de tu madre que te ponía a salvo en la cuna? ¿Quién era más violento cuando tirabas tu juguete al suelo? ¿Entendías que a final de la jornada tus padres volverían por ti al concluir el horario de la guardería?
Reaccionar al espanto de ser abandonado o rechazado en los casos en que no puedas responder al compromiso que te asignaron es a final de cuentas una posibilidad de asumir que quizá es tiempo de mutar tu existir a otro plano; desear un cambio es uno de los primeros pasos de superación que te ofrece la vida, no hacerlo te condenará a seguir siendo un niño emberrinchado, aunque tengas seis o siete décadas de vida. Los cambios nunca son rápidos y mucho menos instantáneos. Hay ámbitos donde este proceso toma años, décadas e incluso siglos, uno de ellos es la política. Aun cuando existen ciertos lugares en el planeta donde continúa la monarquía, esta jamás volverá a ser autoritaria, hereditaria, de origen divino y con derechos superiores a los de la sociedad donde se desarrolla y algo similar existe en países herederos de revoluciones incluso en sistemas democráticos. Así como el río nunca es igual en cada centímetro de avance y las personas son diferentes cada día, los sistemas políticos tienden por naturaleza a cambiar. Esto, al igual que en el niño dejado para su seguridad en una cuna, produce miedo. En pleno siglo XXI, el discurso de quienes conducen el destino de países como México, mantiene a la sociedad dividida entre quienes consideran que el pasado fue mejor y lo nuevo es un error. ¿Podemos asegurar que volver a los usos de los años cincuenta y sesenta, garantizarán progreso, gobernabilidad y felicidad plena incluso a generaciones que nacieron después de los años setenta? ¿Qué falto en la época del cambio prometido por Vicente Fox para lograrlo? ¿Qué acuerdos se omitieron para consolidar una simple transición electoral con la gobernabilidad?
Hoy en muchos de los países que exigían el cambio, parece evidenciarse la carencia de una cultura democrática madura, por lo cual se imponen posturas autoritarias derivadas de quienes en su ausencia de desarrollo –personal, psicológico, académico e incluso de experiencia vital- temen ser derrotados al reconocer que hay posturas contrarias a sus puntos de vista ¿De verdad pensar diferente es una traición a quien gobierna? ¿Se es débil por reconocer el propio fracaso en materia de inseguridad, pobre crecimiento económico, educación o salud?
En todo el planeta el sentimiento más extendido parece ser justamente el miedo casi infantil: a morir por la pandemia, la agresión criminal, de hambre por carencia de ingresos; de agresión provocada por la envidia de quienes en el fondo se saben o sienten inferiores; al rechazo –por cuestiones de nacionalidad, raza, credo, anhelo migratorio o de superación- a la privación de la libertad y hasta el señalamiento mentiroso que califica nuestra existencia de manera despectiva y falsa. ¿Son estos elementos los que constituyen una dictadura si provienen de la gente en el poder? ¿Puede evitarse la perpetuidad en las dictaduras?
Una de las mejores defensas de los pueblos frente a dichos fenómenos negativos, lo es justamente la integración social. En América Latina tales procesos han sido disímbolos dependiendo si hubo eliminación criminal de grupos específicos o si se buscó la asimilación entre todos. En México dicho proceso ha sido continuo en los últimos 500 años y salvo periodos derivados más de la ignorancia que de la propia discriminación, parece ser algo normal. Tenemos reconocimiento mundial de genios musicales provenientes de etnias oaxaqueñas, campeones deportivos -en carreras, básquetbol y otros- de grupos diversos en la república, estudiantes destacados en matemática, computación, física y química, muchos de ellos con fuertes raíces indígenas y gentes tan destacadas que han merecido reconocimientos internacionales ¿Por qué permitir que el miedo a ser superados o borrados de la historia nos limite el gozo de tales logros? Sin perder la prudencia, hay que superar los miedos y ejercer nuestras cualidades aun cuando otros se puedan sentir agredidos por éstas.
[1] Un pequeño de brazos que tira al suelo su sonaja o el juguete que le das mientras lo cargas, no es un retador sino alguien que está ensayando que las cosas vuelven a sus manos como una forma de estar seguro que la madre o el padre volverán aun cuando se alejen.