ZONA POLITEiA

* PRI: ¿llega a su fin la travesía del desierto?

*Morena: la oposición de la oposición

CÉSAR VELÁZQUEZ ROBLES (Sinaloa). PRI: ¿llega a su fin la travesía del desierto? Si de algo podía presumir el Partido Revolucionario Institucional (PRI), era de su capacidad de autorreforma. Esa flexibilidad para adecuarse a las circunstancias tanto en condiciones de mercados políticos cerrados como abiertos, le permitió formar parte de modo en gran medida exitosa de los cambios y transformaciones del sistema político mexicano. Si vemos en retrospectiva lo que ocurrió con los partidos de Estado de Europa del Este y, señaladamente, con el PCUS, el caso del partido mexicano difícilmente puede asimilarse a ese o esos modelos. Sigo sosteniendo que, en este caso, el PRI no fue un partido de Estado, aunque muchas de sus prácticas puedan asemejarse a ese modelo.

En la vieja Europa central y en la antigua URSS, los partidos gobernantes eran auténticos partidos de Estado, pero fueron arrollados por la sublevación social desde fines de los años 80 y principios de los 90 del siglo pasado, y están ahora en la irrelevancia cuasi-absoluta en condiciones de competitividad política. No es el caso del PRI: pasó de partido prácticamente único en la etapa dorada del viejo régimen semi-autoritario, a partido mayoritario en un régimen plural de partidos cuando el sistema se abrió a la competencia; luego al perder esta condición fue un partido más que fue gradualmente perdiendo poder territorial hasta llegar al momento actual en que lucha por su sobrevivencia.

Es un caso que difícilmente encuentra acomodo en las tipologías clásicos de los partidos políticos del siglo XX. Ya Giovanni Sartori en su momento explicó las enormes dificultades para intentar su inserción en los esquemas al uso. Lo cierto es que fue, prácticamente a lo largo de toda la centuria pasada, un partido relevante entre los grandes partidos en el mundo entero pero, a diferencia de muchos otros que detentaron el poder por largo tiempo, no se trató nunca de un partido ideológico, sino pragmático, que fue el sustento de gran parte de su hegemonía.

Pero, bueno, todo eso es historia pasada. Las nuevas generaciones de políticos priistas, sus dirigencias reales o formales, no están preparadas para competir por el poder político, sino para vivir de las migajas del nuevo poder. Tal es el ADN del PRI: no nació para conquistar el poder político; nació en pañales de seda desde el poder mismo para mantenerlo a toda costa. Hoy, las circunstancias han cambiado y vive con intensidad su drama. Cada vez tiene menos asideros. Va camino a la extinción. No pocos de sus viejos militantes o dirigentes han emigrado hacia nuevos cobijos de poder, y para el PRI no hay vientos favorables porque no sabe a dónde va.

Todo el espectáculo lamentable que en estos días está ofreciendo, da cuenta de que su travesía por el desierto está por llegar a su fin, pero no por que hayan alcanzado la tierra prometida. Al contrario. Se necesitaría una verdadera sublevación de su base social –que la tiene: no en balde fueron 70 años de dominación que crearon y recrearon una cultura política parroquial—para recuperar parte de la identidad perdida. Pero nadie cree falsas expectativas: ya hace más de un siglo, Robert Michels enunció la ley de hierro de la oligarquía partidaria.

Sobre este tema seguiré mañana.

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Morena: ¿oposición de la oposición? Debo decirlo sin darle muchas vueltas al asunto: el “liderazgo” (así, entre comillas) del partido gobernante es de dar pena ajena. Resulta que Mario Delgado acudió a la Fiscalía General de la República para presentar una denuncia contra los poco más de 200 diputados federales del PAN, PRI y PRD, que votaron contra la iniciativa de (contra)reforma eléctrica presentada por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Los acusa de “traición a la patria”. No es una denuncia política, que se vale, sino una denuncia penal, que resulta un absurdo en una sociedad que se presume abierta, moderna y pluralista, que acepta y reconoce el disenso como una forma de la democracia liberal toda contrahecha que tenemos ahora.

Es evidente el tufillo electoral: estamos a la vuelta de la esquina de elecciones en seis entidades de la república, y hay que aprovechar. Pero hay que decir también que no es necesaria la coyuntura electoral para actuar de manera. Lo hizo ya hace meses el líder de la bancada de Morena en la cámara de diputados para presentar una denuncia penal nada menos que contra el Instituto Nacional Electoral, el árbitro de la contienda por el poder político.

Este asunto de las denuncias penales frente al disenso va mucho más allá de lo anecdótico y de un estilo intolerante de entender y hacer política en la sociedad democrática. Expresa, a mi juicio, una preocupante tendencia que tiene por objetivo convertirse en el actor único de la arena pública, esto es, que no acepta ni reconoce a los disidentes, es decir, la minoría, y que rechaza el legítimo derecho al desacuerdo. ¿Puede un disidente, puede el disenso ser considerado como traición a la patria? En la lógica del dirigente de morena, un político tardío o irrelevante en años pasados, sí, porque sus declaraciones, su discurso y, en consecuencia, su práctica no es la de un demócrata liberal, sino la de un demócrata autoritario, por más que esta definición pueda ser entendida como un oxímoron.

La descalificación de “traidor a la patria”, en lo que insiste el lenguaje endurecido del poder, puede terminar por conducirnos al establecimiento de un nuevo autoritarismo, contra el que muchos luchamos –por supuesto, muchos que hoy están en Morena—por desmontar e impulsar un régimen de libertades. Respetar el disenso, reconocer el legítimo derecho al desacuerdo, sigue siendo una asignatura pendiente para el bloque gobernante.

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