El pueblo, puro pueblo
ROBERTO CIENFUEGOS J. A la luz de lo que observo me permito reproducir un texto que publiqué en enero pasado, muy al comienzo del 2022. Menos de tres meses después, veo todavía más señales, indicios ominosos. Coteje y haga usted sus interpretaciones, las únicas válidas. Esto es un recuento personal que le comparto. Corre el texto.
Siempre ha sido así. El poder instituido en cualquier país del mundo actúa invariablemente en nombre del pueblo. Sin embargo, con el manido argumento de por el pueblo, para el pueblo y nada más que por el pueblo, también se han erigido repetidas veces y cada vez más, todo tipo de regímenes opresores, dictatoriales, sangrientos y falsamente liberadores. Nunca ha sido diferente en cuanto muchas veces estos regímenes, antes de instituirse, han tenido el cuidado de no revelar sus reales designios y/o apetitos y más bien, los ocultan, los disimulan y aún disfrazan. Son hábiles y mucho para hacer esto. Pero no es infrecuente que estos regímenes se encubran bajo el nombre y en nombre de la democracia, el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado, según la máxima de Winston Churchill.
Es más, en los últimos años se han multiplicado los regímenes de este tipo que utilizan los mecanismos electorales amparados por la democracia para hacerse del poder, y una vez allí, ya instalados, traicionan constituciones, o las modifican a placer y aun impunemente para en nombre de la democracia, claro, asirse al poder, el único valor de sus vidas miserables. En América Latina, los casos se repiten y están a la vista de quien quiera verlos.
Así, estos embusteros de la democracia actúan de manera permanente como amos y señores absolutos y totales del concepto. Sus intenciones, propósitos y metas, todas, se justifican siempre bajo el inapelable argumento de la democracia, según ellos, y en consecuencia sólo ellos saben qué y en qué consiste la democracia y por ello se proyectan como los únicos facultados para reivindicar su nombre y ejercicio. Nunca he escuchado a los actores y ejecutores de este tipo de regímenes una sola autocrítica, un solo error en su ejercicio y mucho menos una disculpa o compromiso de enmienda. Jamás se equivocan, y mucho menos alteran o tuercen el rumbo. Al final y al cabo su mayor insignia y faro es la democracia, así éste sea falaz. ¿Hay algún pecado, falta u omisión en ello? Jamás lo reconocerán.
Los otros, los adversarios, antagonistas, opositores, y críticos, siempre serán desdeñados, vilipendiados y se les exhibirá en la acera de enfrente, como en un paredón por si llega a ofrecerse. Los acomodan y más que acomodan al concepto ceñero de quienes ejercen el poder, absoluto y hasta omnímodo, desde un enfoque único y muy particular, de la democracia, a la que de ribete suelen añadirle epítetos diversos para justificar sus empeños más engatusadores, aunque también espeluznantes muchas veces. Pero como se habla y actúa en nombre del pueblo, allí no caben los críticos, los competidores, los que piensan y actúan distinto porque siempre estarán condenados a ser vistos y mostrados de manera deliberada como perversamente alejados del clamor popular, interpretado y ejecutado con sabiduría total sólo por unos cuantos, los iluminados en su propio nombre y si acaso, alguna vez, encumbrados y hasta santificados de alguna manera por el voto en las urnas, transformado éste en una patente de corzo para perpetrar en nombre del poder legítimo y constituido, todo tipo de tropelías, abusos y yerros, que al final siempre son justificados en nombre de la sacratísima democracia.
A lo largo de la historia, se multiplican los ejemplos de prohombres o algo así, que dictan cátedra sobre la democracia, aquella de la que se hicieron para cobijarse de manera tan generosa que les permite incluso conculcarla, suprimirla y hasta masacrarla. Así es y ha sido la historia, maestra infinita de la vida pública y aún privada.
Un caso, sólo uno, está a la vista de quien quiera verlo en la Nicaragua de estos días y de muchos años con Daniel Ortega y su mancuerna, Rosario Murillo. Se han envejecido en el poder, en nombre de la democracia. ¿O no? Recién al asumir su cuarto mandato al hilo, Ortega, ahora de 76 años, prometió seguir luchando para defender al pueblo. Así lo dijo. Así lo cito. Seguirá luchando para que el pueblo tenga salud, educación y vivienda aun cuando nunca alcance estos derechos, pero la lucha persiste, tenaz, tesonera, eterna incluso si fuera posible. También lo dijo así. Lo seguirá prometiendo seguramente hasta que fallezca en su prolongado, prolongadísimo intento. Ortega, el ex combatiente de los Somoza, aprendió muy bien las tretas de la dictadura caída en julio de 1979, hace más de 40 años. Tiene encarcelada y/o abatida a buena parte de la oposición y mantiene una feroz vocinglería en contra de Washington, el costal predilecto de casi todos los dictadores.
“Vamos para adelante, queridos hermanos nicaragüenses”, instó el ex combatiente del Frente Sandinista de Liberación Nacional, convertido hace años en el dueño, intérprete y amo de Nicaragua, en nombre de la democracia.
En su cuarto reestreno del poder, en nombre -insisto- de la democracia, acompañaron a Ortega sus homólogos de Cuba, Miguel Díaz-Canel; de Venezuela, Nicolás Maduro y el jefe de la cancillería de la embajada mexicana en Managua.
No agrego más a este texto escrito en enero pasado. Piense, piense usted.
@RoCienfuegos1