PALABRAS MÁS/ ¡Vecino imbécil!

Nadie se enfada con un matemático o con un

físico al que no entienden. Uno sólo se enfada

cuando lo insultan en su propio idioma

Jacques Derrida

ARTURO SUÁREZ RAMÍREZ/ @arturosuarez

En la calle donde vivo hay una camioneta que pertenece a un taller. No está abandonada, pero no se mueve; ese lugar se ha convertido en refugio de una gatita. Los vecinos le dan de comer y beber, y algunas niñas incluso le pusieron una caja de cartón como casa. Pero, como suele suceder, hay una familia compuesta por padre, madre e hija —todos adultos— que se encarga de maltratar al animal, a pesar de que no está en su casa ni siquiera frente a ella. Le tiran la comida, el agua y hasta mojan al felino.

El padre es uno de esos fanfarrones que se sienten dueños de la calle, por lo menos del pedazo de banqueta y del asfalto. Es un tipo violento con los vecinos; a pesar de ser una persona mayor y coja, reta a golpes. Eso sí, todos los domingos no falta a misa y presume su cercanía con el cura de la iglesia. La sabiduría popular diría que son de esos “come santos y cagan diablos”. No tienen respeto por la vida de los animales, y claro, este ejemplo del vecino imbécil se repite por todo el país.

En los tiempos que vivimos hay avances importantes en los derechos humanos y también en el reconocimiento de los seres sintientes. Varios personajes históricos y contemporáneos han tenido mascotas: Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, John F. Kennedy, Bill Clinton, Vladimir Putin, Justin Trudeau, entre otros. Aquí, en México, son famosos los gatos de Palacio Nacional —y no me refiero al que fuera vocero de López—. La presidenta Claudia Sheinbaum tiene una perrita llamada La Cuatro, mientras que Clara Brugada también tiene varias mascotas, aunque son Maguey e Iztli quienes suelen acompañarla.

Ahí vamos, en la vorágine de los derechos humanos, en su transformación y sus generaciones. Y en ese contexto, hay un actor que reclama protagonismo: los animales, ahora catalogados como seres sintientes. Los cambios jurídicos son importantes, especialmente en la Ciudad de México, donde se han endurecido las sanciones del Código Penal para castigar el maltrato. Pero, como sugeriría Jacques Derrida, lo que está en juego es una ética que interpele nuestra condición humana y nuestro lugar frente al otro.

La calidad de vida que damos a nuestros animales de compañía —el trato que les ofrecemos, incluso si se trata de callejeros— habla de la clase de personas que somos, de la sociedad que hemos construido y de nuestra sensibilidad o insensibilidad. Afortunadamente, las nuevas generaciones crecen con la preocupación por el medioambiente, por la autenticidad sin restricciones de identidad, religión o color de piel, y también por el bienestar animal.

El respeto hacia los animales no es un gesto menor, ni una simple moda. Es una muestra de sensibilidad, de reconocimiento del valor intrínseco de la vida, y de la conciencia de que la verdadera humanidad se mide en cómo tratamos a quienes dependen de nosotros. En cada adopción responsable, en cada plato de agua puesto en la calle, en cada denuncia por maltrato, se construye una sociedad más justa, compasiva y coherente con los valores que presume defender.

Aquí, en la capital del país, no hace mucho se aprobaron sanciones que pueden alcanzar hasta diez años de prisión para quien cause la muerte de un animal con crueldad. Se castiga el uso de pirotecnia —aunque muchas iglesias se sigan mostrando medievales—, el abandono, los golpes y el maltrato sistemático. Incluso se establecen multas, arrestos y programas de reeducación para infractores. Por primera vez, el maltrato animal se equipara, en términos éticos y penales, a una forma de violencia social. Y qué bueno. Para el vecino y su familia, que Dios los bendiga imbéciles… Pero mejor ahí la dejamos.

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Hasta la próxima.

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